miércoles, 29 de diciembre de 2010

CAPÍTULO 15 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.


LA PRIMERA NEVADA LLEGÓ DOS SEMANAS DESPUÉS. Sólo un ligero polvo, el suficiente para cubrir la camioneta con finos copos. Justo después de Halloween, una vez el cristal loriano extendió el Lumen por todo mi cuerpo, Henri comenzó mi verdadero entrenamiento. Habíamos trabajado cada día, sin falta, con frío, lluvia y ahora nieve. Aunque él no me lo decía, yo sabía que sentía impaciencia por que yo estuviera preparado. Empezó con miradas de desconcierto y frunciendo el ceño mientras se mordía el labio inferior, luego les seguirían profundos suspiros y finalmente noches sin dormir, con las tablas del suelo crujiendo bajo sus pies mientras yo yacía en mi cama, despierto. De manera que así estábamos ahora, con una desesperación inherente en la tensa voz de Henri.

Estábamos de pie en el patio trasero, separados por unos tres metros, uno enfrente al otro.

–De verdad que no estoy de humor hoy –lo avisé.

–Sé que no lo estás, pero tenemos que hacerlo de todas formas.

Suspiré y me miré el reloj. Eran las cuatro en punto.

–Sarah estará aquí a las seis –le recordé.

–Lo sé –dijo Henri–. Es por eso que debemos darnos prisa.

Él sostenía una pelota de tenis en cada mano.

–¿Estás listo? –preguntó.

–Más listo que nunca.

Lanzó la primera pelota al aire, y cuando alcanzó su cenit traté de convocar un profundo poder dentro de mí para evitar que cayera. No sabía cómo se suponía que debía hacerlo, sólo que debía ser capaz de hacerlo, con tiempo y con práctica, según decía Henri. Todo Guardián desarrollaba la habilidad de mover objetos con la mente. Telequinesia. Y en vez de dejarme descubrirlo por mí mismo –como hice con mis manos– Henri parecía empeñado en sacar el poder de la caverna en la que fuera que estaba hibernando.

La pelota cayó al igual que lo habían hecho las más o menos mil precedentes, sin interrupción alguna, rebotando dos veces, luego quedó inerte en el césped cubierto de nieve.

Dejé escapar un profundo suspiro.

–Hoy no lo estoy sintiendo.

–Otra vez –mandó Henri.

Él lanzó una segunda bola. Traté de moverla, de detenerla. Utilicé todas las fuerzas en mi interior para hacer que la maldita cosa se moviera un solo centímetro a la derecha o a la izquierda, pero no hubo suerte. Esta también golpeó el suelo. Bernie Kosar, que había estado observándonos, salió corriendo hacia ella, la atrapó y se alejó.

–Llegará a su debido tiempo –señalé.

Henri negó con la cabeza y tensó los músculos de la mandíbula. Me estaba contagiando su humor y su impaciencia. Observó a Bernie Kosar marcharse con la pelota, luego suspiró.

–¿Qué? –le pregunté.

Él volvió a negar con la cabeza.

–Sigamos intentándolo.

Se acercó y cogió otra pelota. Luego la lanzó por los aires. Intenté detenerla pero, por supuesto, simplemente cayó.

–Tal vez mañana –dije.

Henri asintió y miró al suelo.

–Tal vez mañana.




Tras nuestro entrenamiento yo estaba cubierto de sudor, barro y nieve derretida. Henri me había apretado más de lo normal ese día y había venido a mí con una agresividad que sólo podía derivar del pánico. Más allá de las prácticas de telequinesia, la mayoría de nuestras sesiones las pasábamos instruyéndome en técnicas de combate –lucha cuerpo a cuerpo, lucha libre, artes marciales combinadas–, seguida de elementos de compostura –mantener la calma bajo presión, control mental, cómo ver el miedo en los ojos de un oponente y luego saber la mejor manera de sacarlo a la luz. No era el duro entrenamiento de Henri lo que me fastidiaba, sino su mirada. Una mirada angustiada con un dejo de miedo, desesperación y decepción. No sabía si sólo estaba preocupado por los progresos o si era por algo más profundo, pero aquellas sesiones se estaban haciendo agotadoras, emocional y psicoló-gicamente.

Sarah llegó justo a tiempo. Salí afuera y la besé cuando se acercó al porche delantero. Le quité el abrigo y lo colgué cuando estuvimos dentro. Estábamos a una semana de nuestro parcial de Economía Doméstica, y fue idea suya que preparáramos la comida antes de que tuviéramos que hacerlo en clase. Tan pronto como empezamos a cocinar Henri agarró su chaqueta y se fue de paseo. Se llevó a Bernie Kosar con él y yo estuve agradecido por la intimidad. Preparamos pechugas de pollo al horno con patatas y verduras al vapor, y todo salió mucho mejor de lo que esperaba. Cuando todo estuvo listo los tres nos sentamos y comimos juntos. Henri estuvo en silencio la mayor parte de la cena. Sarah y yo rompíamos el incómodo silencio con temas sin importancia, como el instituto o las películas que íbamos a ir a ver el sábado siguiente. Henri rara vez levantaba la mirada de su plato, sólo lo hizo para elogiar lo maravillosa que era la cena.

Cuando terminamos de cenar Sarah y yo lavamos los platos y nos retiramos al sofá. Sarah se había traído una película y la vimos en nuestra pequeña televisión, pero Henri permaneció casi todo el tiempo mirando abstraído por la ventana. A mitad de esta Henri se levantó con un suspiro y se encaminó al exterior. Sarah y yo le observamos marcharse. Nos tomamos de la mano y ella se echó contra mí, con la cabeza sobre mi hombro. Bernie Kosar estaba sentado a su lado con la cabeza en su regazo, ambos cubiertos con una manta sobre ellos. Puede que afuera hiciera frío y hubiera tormenta, pero en nuestro salón se estaba calentito y a gusto.

–¿Tu padre está bien? –preguntó Sarah.

–No lo sé. Está comportándose de forma extraña.

–Ha estado realmente silencioso durante la cena.

–Sí, voy a ver cómo está. Vengo enseguida. –Seguí a Henri al exterior. Él estaba de pie en el porche, mirando hacia la oscuridad.

–Bueno, ¿qué pasa? –le pregunté.

Él alzó la mirada y contempló las estrellas.

–Hay algo que no va bien –dijo.

–¿A qué te refieres?

–No te va a gustar.

–Está bien. Suéltalo.

–No sé cuánto tiempo deberíamos quedarnos aquí. No me parece seguro.

Se me cayó el alma a los pies y me quedé en silencio.

–Están desesperados, y creo que se están acercando. Puedo sentirlo. No creo que estemos a salvo aquí.

–No quiero marcharme.

–Sabía que no querrías.

–Nos hemos mantenido ocultos.

Henri me miró enarcando una ceja.

–No te ofendas, John, pero no pienso que te hayas mantenido a la sombra precisamente.

–Lo he hecho respecto a lo que importa.

Él asintió.

–Supongo que lo veremos.

Fue hasta el final del porche y colocó las manos sobre la barandilla. Yo estaba de pie junto a él. Empezaron a caer nuevos copos de nieve, moteando de un resplandor blanco lo que por lo demás era una noche oscura.

–Eso no es todo –continuó Henri.

–Sabía que no lo era.

Él suspiró.

–Ya deberías haber desarrollado la telequinesis. Casi siempre llega con el primer Legado. Muy rara vez aparece después, y cuando lo hace, nunca tarda más de una semana después.

Lo miré atentamente. Su mirada estaba llena de inquietud y le atravesaban la frente arrugas de preocupación.

–Tus Legados vienen de Lorien. Siempre ha sido así.

–¿Y? ¿Qué me estás diciendo?

–No sé lo que podemos esperar a partir de ahora –reconoció, e hizo una pausa–. Puesto que ya no estamos en el planeta, no sé si el resto de tus Legados llegarán alguna vez. Y si eso es así, no tenemos esperanza de luchar con los mogadorianos, mucho menos derrotarlos. Y si no podemos derrotarlos, nunca seremos capaces de regresar.

Observé cómo nevaba, incapaz de decidir si debería estar preocupado o aliviado, aliviado puesto que eso podría suponer el fin de nuestros traslados y podríamos asentarnos finalmente. Henri señaló a las estrellas.

–Justo allí –señaló–. Justo allí es donde está Lorien.

Por supuesto yo sabía muy bien dónde estaba Lorien sin que me lo dijesen. Había una cierta fuerza, una cierta tendencia a que mis ojos se desviaran siempre hacia el lugar donde, a billones de kilómetros, se encontraba Lorien. Intenté alcanzar un copo de nieve con la punta de la lengua, luego cerré los ojos e inspiré el aire frío. Cuando los abrí me di la vuelta y vi a Sarah a través de la ventana. Estaba sentada sobre sus piernas, con la cabeza de Bernie Kosar aún en el regazo.

–¿Alguna vez has pensado en simplemente asentarte aquí, en decir al infierno con Lorien y hacer una vida aquí en la Tierra? –le pregunté a Henri.

–Nos fuimos cuando eras bastante pequeño. No creo que te acuerdes mucho de aquello, ¿no?

–La verdad es que no –reconocí–. Me vienen cosas de vez en cuando. Aunque no es que pueda decir si son cosas que recuerdo o que he visto durante nuestro entrenamiento.

–No creo que te sintieras así si pudieras acordarte.

–Pero no me acuerdo. ¿No es esa la cuestión?

–Tal vez –admitió–. Pero que quieras o no regresar no significa que los mogadorianos vayan a dejar de buscarte. Y si nos descuidamos y nos establecemos, puedes estar seguro de que nos encontrarán. Y tan pronto como lo hagan, nos matarán a los dos. No hay manera de cambiar eso. Ninguna.

Sabía que tenía razón. De algún modo, yo podía, al igual que Henri, sentir todo eso, podía sentirlo en plena noche cuando se me ponía el vello de punta en los brazos, mientras me subía un pequeño escalofrío por la espalda aunque no tuviera frío.

–¿Alguna vez lamentas el haber estado conmigo durante tanto tiempo?

–¿Lamentarlo? ¿Por qué piensas que lo lamentaría?

–Porque no hay nada por lo que regresar. Tu familia está muerta. Como la mía. En Lorien sólo espera una vida de reconstrucción. Si no fuera por mí tú podrías crear fácilmente una identidad aquí y pasar el resto de tus días formando parte de algún lugar. Podrías tener amigos, incluso puede que te enamoraras otra vez.

Henri se echó a reír.

–Ya estoy enamorado. Y continuaré estándolo hasta el día en que muera. No espero que lo entiendas. Lorien es diferente de la Tierra.

Suspiré con exasperación.

–Pero aun así, podrías formar parte de algún lugar.

–Formo parte de algún lugar. Soy parte de Paradise, Ohio, ahora mismo, junto contigo.

Negué con la cabeza.

–Sabes a qué me refiero, Henri.

–¿Qué es lo que crees que me estoy perdiendo?

–Una vida.

–Tú eres mi vida, muchacho. Tú y mis recuerdos sois lo único que me unís al pasado. Sin ti no tengo nada. Esa es la verdad.

Justo en ese instante la puerta se abrió detrás de nosotros. Bernie Kosar salía trotando delante de Sarah, que estaba de pie en la entrada mitad dentro, mitad fuera.

–¿De verdad vais a hacer que vea toda la película yo sola? –nos preguntó.

Henri le sonrió.

–Ni soñarlo –contestó.



Después de la película Henri y yo llevamos a Sarah a casa. Cuando estuvimos allí la acompañé hasta su puerta y nos quedamos cerca el uno del otro mirándonos y sonriendo. Le di un beso de buenas noches, un beso prolongado mientras le tomaba con cuidado ambas manos con las mías.

–Te veré mañana –se despidió ella, dando un apretón a mis manos.

–Dulces sueños.

Me encaminé de nuevo a la camioneta. Henri salió del camino de entrada del porche de Sarah y condujo de camino a casa. No pude evitar sentir una sensación de miedo mientras recordaba las palabras de Henri el día que vino a recogerme ese horrible primer día de clase: “Simplemente ten en cuenta que podríamos tener que marcharnos en lo que dura un telediario”. Tenía razón, y yo lo sabía, pero nunca me había sentido así por nadie. Como si flotara en el aire cuando estábamos juntos, y aterrado cuando estábamos separados, como en ese momento, a pesar de que acababa de pasar las dos últimas horas con ella. Sarah daba un propósito a nuestros traslados, a nuestro ocultarnos, una razón que iba más allá de la mera supervivencia. Una razón para ganar. Y el saber que yo podía estar poniendo su vida en peligro por estar con ella… Bueno, eso me aterrorizaba.

Cuando llegamos a casa, Henri se metió en su cuarto y salió cargando con el Cofre. Lo dejó sobre la mesa de la cocina.

–¿En serio? –le pregunté.

Asintió con la cabeza en silencio.

–Hay algo en su interior que he querido mostrarte desde hace años.

Yo no podía esperar a ver qué más había en el cofre. Los dos juntos hicimos saltar la cerradura y él levantó la tapa de tal manera que no pude echar ojo a su interior. Henri sacó una bolsa de terciopelo, bajó la tapa y volvió a cerrar el Cofre.

–Esto no forma parte de tu Legado, pero la última vez que abrimos el Cofre lo metí dentro por el mal presentimiento que he estado teniendo. Si nos atrapan los mogadorianos, nunca podrán abrir esto –explicó, señalando con la mano el Cofre.

–Entonces, ¿qué hay en la bolsa?

–El sistema solar –contestó.

–Si no forma parte de mi Legado, ¿por qué no me lo has enseñado antes?

–Porque necesitabas desarrollar tu Legado para activarlo.

Apartó las cosas de la mesa de la cocina y luego se sentó enfrente de mí con la bolsa en el regazo. Sonrió al sentir mi entusiasmo. Luego alargó la mano y sacó de la bolsa siete orbes de cristal de distintos tamaños. Los sostuvo con las manos juntas frente a su cara y sopló sobre las esferas de cristal. De su interior surgieron minúsculos destellos de luz, luego las tiró al aire y todas a un tiempo cobraron vida, suspendidas sobre la mesa de la cocina. Las cristalinas bolas eran una réplica de nuestro sistema solar. La mayor de ellas era del tamaño de una naranja ­–el sol de Lorien– y se cernía en el centro emitiendo la misma cantidad de luz que una bombilla, puesto que se parecía a una autosuficiente esfera de lava. Las demás bolas orbitaban a su alrededor. Las que estaban más cerca del sol se movían con mayor rapidez, mientras aquellas más lejanas sólo parecían arrastrarse junto a él. Todas ellas dando vueltas, comenzando y terminando días a velocidad hipersónica. La cuarta esfera a partir del sol era Lorien. La observamos moverse, vimos cómo su superficie empezaba a tomar forma. Era más o menos del tamaño de una pelota de raquetbol. La réplica no debía de estar a escala porque en realidad Lorien era mucho más pequeña que nuestro sol.

–Y bueno, ¿qué está sucediendo? –pregunté.

–La bola está tomando la forma exacta que tiene Lorien en este momento.

–¿Cómo es posible?

–Es un lugar especial, John. Existe una antigua magia en lo más profundo de su núcleo. De ahí es de donde proceden tus Legados. Es lo que da vida y hace posible los objetos que constituyen tu Herencia.

–Pero acabas de decir que esto no forma parte de mi Legado.

–No, pero viene del mismo lugar.

Se formaron profundas hendiduras montañosas cortando la superficie donde yo sabía que corrieron ríos una vez. Y luego se detuvo. Busqué cualquier clase de color, cualquier movimiento, cualquier viento que pudiera soplar sobre la tierra. Pero no había nada. Todo el paisaje era un parche monocromático de gris y negro. No sé qué había albergado la esperanza de ver, qué era lo que esperaba. Movimiento de algún tipo, alguna pista de fertilidad. Mis esperanzas decayeron. Después la superficie se atenuó de tal manera que pudimos ver a través de ella y en las profundidades del núcleo de la esfera comenzó a tomar forma un ligero resplandor. Brillaba, luego se atenuaba, después volvía a brillar otra vez como si replicara el latido del corazón de un animal dormido.

–¿Qué es eso? –pregunté.

–El planeta aún vive y respira. Se encuentra replegado sobre sí mismo, aguardando su momento. Hibernando, si así lo prefieres. Pero despertará uno de estos días.

–¿Qué te hace estar tan seguro?

–Ese pequeño resplandor justo ahí –señaló–. Esa es la esperanza, John.

Lo observé. Encontré un extraño placer al verlo resplandecer. Habían tratado de borrar nuestra civilización, el propio planeta, y aun así este seguía respirando. Sí, pensé, siempre había esperanza, como Henri no paraba de repetir.

–Eso no es todo.

Henri alzó y chasqueó los dedos y los planetas dejaron de moverse. Acercó el rostro a sólo unos centímetros de Lorien, luego rodeó su boca con las manos y volvió respirar sobre él. Resquicios de verde y azul se propagaron sobre la superficie de la esfera y comenzó a desvanecerse casi de inmediato cuando el vaho de la respiración de Henri se evaporó.

–¿Qué has hecho?

–Haz brillar tus manos sobre él –pidió.

Las hice brillar y cuando las sostuve sobre la esfera regresaron el verde y el azul, permaneciendo sólo el tiempo que mis manos brillaron sobre ella.

–Ese era el aspecto de Lorien el día antes de la invasión. ¿Te gustaría ver lo bella que es toda ella? A veces se me olvida incluso a mí.

Era bella. Toda verde y azul, rica y frondosa. La vegetación parecía titilar bajo las ráfagas de viento que yo, de algún modo, podía sentir. Aparecieron leves ondas sobre el agua. El planeta estaba verdaderamente vivo, floreciente. Pero entonces apagué mi resplandor y todo aquello se desvaneció, de vuelta a las sombras de gris.

Henri señaló un punto sobre la superficie de la esfera.

–Justo de aquí –apuntó–, es de donde despegamos el día de la invasión. –Luego movió el dedo a un centímetro de ese punto–. Y justo aquí es donde solía estar el Museo de Exploración de Lorien.

Asentí y miré al punto que él señalaba. Más gris.

–¿Qué tienen que ver los museos con nada? –pregunté. Me volví a sentar en la silla. Era difícil mirar aquello sin sentirse triste.

Él volvió la mirada hacia mí.

–He estado pensando mucho en lo que viste.

–Ajá –contesté, urgiéndolo a continuar.

–Era un museo enorme, dedicado por completo a la evolución del viaje espacial. Una de las alas del edificio contenía antiguos cohetes que tenían miles de años. Cohetes que utilizaban para propulsarse una especie de combustible conocido sólo en Lorien –expuso él y se detuvo, mirando de nuevo a la pequeña esfera de cristal que se alzaba a casi un metro sobre la mesa de nuestra cocina–. Ahora, si lo que viste de verdad sucedió, si una segunda nave consiguió despegar y escapar de Lorien durante el fragor de la batalla, entonces esta tuvo que haber estado guardada en el museo del espacio. No hay otra explicación para ello. Todavía me cuesta creer que eso funcionara, e incluso si lo hizo, que consiguiera llegar muy lejos.

–Pero si no pudo llegar muy lejos, entonces ¿por qué aún estás pensando en ello?

Henri negó con la cabeza.

–Ya sabes, no estoy realmente seguro. Tal vez porque me he equivocado antes. Tal vez porque espero estar equivocándome ahora. Y, bueno, si aquello llegó a alguna parte, entonces podría haber llegado hasta aquí, el planeta con vida más cercano aparte de Mogador. Y eso suponiendo que hubiera vida en él para empezar, que no estuviera lleno sólo de artefactos, o que no estuviera simplemente vacío, con intención de engañar a los mogadorianos. Pero creo que tuvo que haber al menos un loriano tripulando la nave porque, bueno, como estoy seguro que sabrás, las naves de esa naturaleza no pueden tripularse por sí mismas.




Otra noche más de insomnio. Yo estaba de pie, sin camina, frente al espejo, mirándome en él con ambas manos encendidas.

“No sé cuánto cabe esperar de aquí en adelante” había dicho Henry hoy. La luz del núcleo de Lorien aún ardía, y los objetos que trajimos de allí aún funcionaban, así que ¿por qué debería terminarse esa magia ahí? ¿Y qué pasaba con los demás? ¿Estaban pasando por los mismos problemas? ¿Estaban sin sus Legados?

Saqué músculo frente al espejo y luego golpeé el aire, esperando que el espejo se rompiese, o se oyera un ruido sordo en la puerta. Pero no pasó nada. Sólo yo allí plantado con cara de tonto y sin camisa, peleándome solo mientras Bernie Kosar observaba desde la cama. Era casi medianoche y no estaba cansado en lo más mínimo. Bernie Kosar saltó de la cama, se sentó a mi lado y observó mi reflejo. Yo le sonreí y él meneó la cola.

–¿Y qué pasa contigo? –le pregunté a Bernie Kosar–. ¿Tienes algún poder especial? ¿Eres un superperro? ¿Debería volverte a poner la capa para que puedas irte volando por los aires?

Siguió moviendo la colita y golpeó el suelo con la pata mientras me contemplaba alzando la mirada. Lo levanté, me lo puse sobre la cabeza y lo hice volar por la habitación.

–¡Mira! ¡Es Bernie Kosar, el magnífico superperro!

Se revolvía en mis manos así que lo bajé. Se dejó caer hacia un lado con la cola golpeteando contra el colchón.

–Bueno, colega, uno de los dos debería tener superpoderes. Y no parece que vaya a ser yo. A no ser que volvamos a los tiempos oscuros y yo pueda abastecer al mundo de luz. De otro modo, me temo que soy inútil.

Bernie Kosar rodó colocándose sobre la espalda y mirándome fijamente con grandes ojos, queriendo que le rascara la barriga.



Capítulo traducido por Aurim.

domingo, 26 de diciembre de 2010

CAPÍTULO 14 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.
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KEVIN SALIÓ DE LOS ÁRBOLES, VESTIDO COMO UNA MOMIA. Era él quien me había hecho el placaje. Las luces lo aturdieron y parecía estupefacto, tratando de averiguar de dónde estaban saliendo. Él estaba utilizando un dispositivo de visión nocturna. Así que ese era el modo en que ellos podían vernos, pensé. ¿Dónde los habían conseguido?

Arremetí y en el último segundo cambié de rumbo y lo hice tropezar.

–¡Suéltame! –oí venir de más adelante en el sendero. Alcé la vista y recorrí los árboles con mis luces, pero no se movía nada. No podía distinguir si era la voz de Emily o de Sarah. La risa masculina continuaba.

Kevin intentó ponerse en pie pero le di una patada en un lado antes de que lo lograra. Él volvió a caer al suelo con un <<¡Ehhhhh!>>. Le arranqué el dispositivo de visión nocturna de la cara y los tiré tan lejos como pude, y supe que aterrizaron por lo menos a un kilómetro y medio, puede que a tres, porque estaba tan encolerizado que mi fuerza estaba fuera de control. Entonces salí corriendo por el bosque antes de que Kevin pudiera siguiera incorporarse.

La senda serpenteaba a la izquierda, y luego a la derecha. Mis manos resplandecían sólo cuando necesitaba ver. Sentía que estaba cerca. Entonces vi a Sam más adelante, en pie con un par de brazos de zombi rodeándolo. Había otros tres cerca de él.

El zombi lo soltó.

–Tranquilo, sólo estamos de broma. Si no opones resistencia, no te haremos daño –le advirtió a Sam–. Siéntate o algo.

Encendí repentinamente las manos y les enfoqué las luces a los ojos para cegarlos. Quien estaba más cerca dio un paso hacia mí, yo me giré y lo golpeé en un lado de la cara y cayó inmóvil al suelo. Sus gafas de visión nocturna dieron contra una enorme zarza y desaparecieron. Un segundo tío trató de inmovilizarme con un apretado y enorme abrazo, pero yo lo rompí y lo levanté del suelo.

–¿Qué demonios…? –farfulló, confundido.

Lo lancé y golpeó contra el lateral de un árbol que estaba a seis metros. El tercer tío vio esto y salió corriendo. Eso dejó solo al cuarto, el que estaba agarrando a Sam. Él levantó la mano frente a éste como si estuviera apuntando con una pistola a su pecho.

–No ha sido idea mía –soltó.

–¿Qué ha planeado él?

–Nada, hombre. Sólo queríamos gastaros una broma, chicos, asustaros un poco.

–¿Dónde están?

–Soltaron a Emily. Sarah está más adelante.

–Dame tus gafas –le ordené.

–Ni hablar, amigo. Se las hemos tomado prestadas a la policía. Me meteré en problemas.

Di un paso hacia él.

–Bien –dije.

Él se las quitó y me las tendió. Las lancé incluso con más fuerza que con el par anterior. Esperaba que aterrizaran en el pueblo de al lado. Déjales que le expliquen eso a la policía.

Agarré la camisa de Sam con la mano derecha. No podía ver nada sin encender mi luz. Sólo en ese momento me di cuenta de que debería haber guardado las gafas para utilizarlas nosotros. Pero no lo hice, así que inspiré profundamente y dejé que mi mano izquierda brillara y comenzara a guiarnos por el sendero. Si Sam lo encontraba sospechoso, no lo decía.

Me detuve a escuchar. Nada. Seguimos adelante, zigzagueando a través de los árboles. Apagué la luz.

–¡Sarah! –grité.

Me paré a escuchar y no oí nada más que el soplar del viento a través de las ramas y la fatigosa respiración de Sam.

–¿Cuánta gente hay con Mark? –le pregunté.

–Cinco o así.

–¿Sabes qué dirección han tomado?

–No lo vi.

Seguimos adelante y no tenía idea de qué dirección tomábamos. Desde lo lejos oí el gruñido del motor del tractor. El cuarto carro estaba saliendo. Estaba desesperado y quería salir corriendo a toda prisa, pero sabía que Sam no podía seguirme el ritmo. Él ya estaba respirando con dificultad y yo incluso sudando a pesar de estar a sólo cuarenta y cinco grados de temperatura. O puede que estuviera confundiendo la sangre con sudor. No podía saberlo.

Cuando pasamos un árbol frondoso de tronco nudoso fui placado desde atrás. Sam gritó cuando un puño me golpeó en la parte de atrás de la cabeza y me quedé momentáneamente sin sentido, pero luego me giré y agarré al tipo por la garganta y encendí la luz en su cara. Él trató de despegar mis dedos pero fue inútil.

–¿Qué está tramando Mark?

–Nada –siseó él.

–Respuesta incorrecta.

Lo estampé contra el árbol más cercano a un metro y medio, luego lo volví a agarrar y lo levanté a treinta centímetros del suelo, de nuevo con una mano alrededor de su garganta. Me golpeó dando patadas como un loco, pero tensé mis músculos de forma que los puntapiés no hicieron daño.

–¿Qué está planeando hacer?

Lo bajé hasta que sus pies tocaron tierra firme, aflojando mi puño para permitirle hablar. Sentí que Sam me observaba, absorbiéndolo todo, pero no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

–Sólo queríamos asustaros –jadeó entrecortadamente.

–Te juro que te partiré en dos si no me dices la verdad.

–Él cree que los demás os están llevando a rastras a Shepherd Falls. Allí es donde llevó a Sarah. Quería que ella le viera darte una paliza de la hostia, y después te iba a soltar.

–Llévame allí –le ordené.

Él caminó arrastrando los pies hacia adelante y yo apagué mi luz. Sam se agarró de mi camisa y nos siguió detrás. Cuando atravesamos un pequeño claro iluminado por la luz de la luna que llegaba de lo alto, pude ver que él estaba mirándome las manos.

–Son guantes –le expliqué–. Kevin Miller llevaba unos. Es una especie de accesorio de Halloween
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Él asintió pero podía ver que estaba alucinando. Anduvimos durante casi un minuto hasta que oímos el sonido de una corriente de agua delante de nosotros.

–Dame tus gafas –le dije al tipo que nos guiaba.

Él vaciló y le giré el brazo. Se retorció de dolor y rápidamente se las quitó de la cara.

–¡Tómalas, tómalas! –chilló.

Cuando me las puse el mundo se volvió de color verde. Lo empujé con fuerza y él cayó al suelo.

–Vamos –le dije a Sam, y anduvimos hacia el frente, dejando al tipo atrás.

Más adelante vi al grupo. Conté ocho tíos, más Sarah.

–Ya puedo verlos. ¿Quieres esperar aquí o venir conmigo? Puede ponerse feo.

–Quiero ir –contestó Sam. Podía ver que estaba asustado, aunque no estaba seguro de si era por lo que me había visto hacer o por los jugadores de rugby que teníamos enfrente.

Recorrí el resto del trayecto tan silencioso como pude, con Sam andando de puntillas detrás de mí. Cuando estábamos a sólo unos metros una ramita hizo un chasquido bajo el pie de Sam.

–¿John? –preguntó Sarah. Estaba sentada sobre una gran piedra con las rodillas en su pecho y envolviéndoselas con los brazos. Ella no llevaba gafas de visión nocturna y entrecerró los ojos en nuestra dirección.

–Sí –le confirmé–. Y Sam.

–Te lo dije –exclamó sonriendo, y supuse que estaba hablándole a Mark.

El agua que había oído no era más que el murmullo de un arroyo. Mark dio un paso al frente.

–Bueno, bueno, bueno… –dijo.

–Cállate, Mark –le increpé–. El estiércol en mi taquilla es una cosa, pero has ido demasiado lejos esta vez.

–¿Tú crees? Somos ocho contra dos.

–Sam no tiene nada que ver con esto. ¿Te da miedo enfrentarte a mí solo? –le pregunté–. ¿Qué esperas que pase? Has intentado retener a dos personas. ¿De verdad piensas que van a guardar silencio?

–Sí, lo pienso. Cuando me vean patearte el culo.

–Estás delirando –le corté, luego me volví hacia los demás–. A aquellos de vosotros que no quieran ir a parar al agua les sugiero que se vayan ahora. Mark va a ir, sin importar lo que diga. Ha perdido su oportunidad de trueque.

Todos se rieron por lo bajo. Uno de ellos preguntó qué significaba “trueque”.

–Ahora es vuestra última oportunidad –les repetí.

Todos ellos se mantuvieron firmes.

–Que así sea –sentencié.

Una excitación nerviosa se plantó en el centro de mi pecho. Cuando di un paso hacia el frente Mark retrocedió y se tropezó con sus propios pies, cayendo al suelo. Dos de los chicos vinieron hacia mí, ambos más grandes que yo. Uno se inclinó, pero yo esquivé su puñetazo y le dirigí uno mío a la barriga. Se dobló sobre sí mismo agarrándose el estómago con las manos. Empujé al segundo tío y sus pies abandonaron el suelo. Aterrizó con un ruido sordo a un metro y medio, y del impulso cayó al agua. Se incorporó chapoteando. Los demás se quedaron clavados, estupefactos. Sentí que Sam se movía hacia Sarah. Agarré al primer tipo y tiré de él por el suelo. Sus erráticas patadas cortaban el aire pero no golpearon nada. Cuando estuvimos en la orilla del arroyo lo levanté por la cinturilla de sus pantalones vaqueros y lo arrojé al agua. Otro tío arremetió contra mí. Yo simplemente lo esquivé y amerizó de cabeza en el arroyo. Con tres caídos, quedaban cuatro. Me preguntaba cuánto de ello podían ver Sarah y Sam sin las gafas puestas.

–Chicos, me lo estáis poniendo demasiado fácil –les dije–. ¿Quién es el siguiente?

El más grande del grupo lanzó un puñetazo que no llegó ni a acercarse a golpearme, aunque lo contrarresté con tal rapidez que su codo me alcanzó en la cara y la correa de las gafas se rompió. Las gafas de visión nocturna cayeron al suelo. Ahora sólo podía ver leves sombras. Lancé un puñetazo y golpeé al tipo en la mandíbula y éste cayó al suelo como un saco de patatas. Parecía sin vida, y temí haberle golpeado demasiado fuerte. Le quité las gafas de la cara y me las puse.

–¿Algún voluntario?

Dos más alzaron sus manos enfrente de ellos a modo de rendición; el tercero se quedó parado con la boca abierta jadeando como un idiota.

–Eso te deja a ti sólo, Mark.

Mark se dio media vuelta como si tuviera la intención de correr, pero yo arremetí hacia el frente y lo agarré antes de que pudiera hacerlo, le levanté los brazos en una llave. Se retorció de dolor.

–Esto se ha terminado ahora mismo, ¿me has entendido?

Le apreté con más fuerza y gruñó por el dolor.

–Lo que sea que tienes contra mí, lo dejas ya. Eso incluye a Sam y a Sarah. ¿Lo has entendido?

Tensé mi llave. Temía que si apretaba con más fuerza sus hombros se salieran de su sitio.

–Te lo he dicho, ¿me has entendido?

–¡Sí!

Lo arrastré para acercarlo a Sarah. Sam estaba sentado sobre una piedra a su lado ahora.

–Discúlpate.

–Vamos, hombre. Ya has probado lo que decías.

Apreté más.

–¡Lo siento! –gritó.

–Dilo como si fuera cierto.

Él tomó aire profundamente.

–Lo siento –repitió.

–¡Eres un gilipollas, Mark! –dijo Sarah, y le cruzó la cara de una bofetada. Él se tensó, pero yo lo agarraba firmemente y no había nada que él pudiera hacer al respecto.

Lo arrastré hacia el agua. El resto de los muchachos se quedaron observando en shock. El tío al que había dejado sin conocimiento se había incorporado y se rascaba la cabeza como si tratara de averiguar qué había sucedido. Solté un suspiro de alivio al ver que no le había causado daño grave.

–No le vas a decir una palabra de esto a nadie, ¿me has entendido? – ordené, con mi voz tan baja que sólo Mark pudo oírme–. Todo lo que ha sucedido esta noche se queda aquí. Lo juro, si oigo una palabra de ello en el instituto la semana que viene esto no será nada comparado con lo que te sucederá. ¿Me has entendido? Ni una sola palabra.

–¿De verdad crees que diría nada? –soltó él.

–Asegúrate de decirles a tus amigos lo mismo. Si ellos se lo cuentan a una sola alma será a por ti a por quien vaya.

–No dirán nada –aseguró.

Le solté, le puse un pie en el culo y lo empujé de cabeza al agua. Sarah estaba de pie en la piedra, con Sam a su lado. Ella me abrazó con fuerza cuando llegué hasta donde estaba.

–¿Sabes kung fu o algo así? –me preguntó.

Me reí con nerviosismo.

–¿Pudiste ver algo?

–No mucho, pero puedo saber lo que ha sucedido. Es decir, ¿has estado entrenándote en las montañas toda tu vida o qué? No entiendo cómo has hecho eso.

–Supongo que sólo tenía miedo de que pudiera sucederte algo. Y sí, están esos doce años de entrenamiento en artes marciales allá en lo alto de El Himalaya.

–Eres increíble. –Sarah se echó a reír–. Salgamos de aquí.

Ninguno de los muchachos nos dirigió una sola palabra. A los tres metros me di cuenta de que no tenía ni idea de adónde iba, así que le di las gafas a Sarah para que nos guiara por el camino.

–Maldita sea, no puedo creerlo –despotricaba ella–. Es decir, ¡qué gilipollas! Espera a que intenten explicárselo a la policía. No voy a permitir que se zafe de esto.

–¿De verdad vas a ir a la policía? El padre de Mark es el sheriff después de todo –le señalé.

–¿Por qué no lo haría después de esto? Ha sido una gilipollez. El trabajo del padre de Mark es hacer respetar la ley, incluso cuando su hijo la quebranta.

Me encogí de hombros en la oscuridad.

–Creo que han recibido su castigo.

Me mordí el labio, aterrado de que la policía se viera envuelta. Si lo hacía tendría que marcharme, me gustara o no. Haría las maletas y saldría de la ciudad a la hora de que Henri lo supiese. Suspiré.

–¿No crees? –le pregunté–. Me refiero a que esta noche ya han perdido varias de las gafas de visión nocturna. Tendrán que explicar eso. Y eso sin mencionar el agua helada…

Sarah no dijo nada. Caminamos en silencio y recé para que estuviera dándole vueltas a las ventajas de dejarlo pasar.

Finalmente avistamos la linde del bosque. Las luces llegaban desde el parque. Cuando me detuve, Sarah y Sam me miraron. Sam había estado todo el tiempo en silencio, y yo tenía la esperanza de que fuera porque en realidad no hubiera podido ver lo que había sucedido, que por una vez la oscuridad hubiera servido de aliada inesperada, que tal vez él sólo estuviera un poco conmocionado por todo lo ocurrido.

–Es cosa vuestra, chicos –dije–, pero yo estoy totalmente a favor de simplemente dejar la cosa así. De verdad que no quiero tener que hablar de lo sucedido con la policía.

La luz caía sobre la cara de escepticismo de Sarah. Negó con la cabeza.

–Creo que él tiene razón –estuvo de acuerdo Sam–. No quiero tener que sentarme y escribir una estúpida declaración durante la próxima media hora. Estaré metido en una buena mierda; mi madre cree que me fui a la cama hace una hora.

–¿Vives cerca? –pregunté.

Él asintió.

–Sí, y voy a irme antes de que ella se asegure de que estoy en mi cuarto. Nos veremos por ahí.

Sin más palabras, Sam se alejó rápidamente. Estaba claramente nervioso. Probablemente nunca había estado metido en una pelea y desde luego nunca en una donde lo retuvieran y lo atacasen en el bosque. Trataría de hablar con él al día siguiente. Si había visto algo que no debería haber visto, lo convencería de que su vista le había jugado una mala pasada.

Sarah me giró la cara hacia ella y recorrió la línea de mi corte con su dedo pulgar, pasándolo muy suavemente por mi frente. Luego recorrió mis cejas, mirándome fijamente a los ojos.

–Gracias por esta noche. Sabía que vendrías.

Yo me encogí de hombros.

–No iba a dejar que él te asustara.

Ella sonrió y pude ver sus ojos brillando a la luz de la luna. Ella se movió hacia mí y cuando me di cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir se me quedó la respiración atrapada en la garganta. Ella presionó sus labios contra los míos y todo mi interior se volvió de goma. Fue un beso suave, prolongado. Mi primer beso. Luego ella se apartó y sus ojos me abarcaron. No sabía qué decir. Por mi cabeza pasaba un millón de ideas diferentes. Sentía las piernas flojas y apenas era capaz de mantenerme en pie.

–Supe que eras especial la primera vez que te vi –dijo ella.

–Yo sentí lo mismo por ti.

Ella subió la mano y me besó de nuevo, con ésta me presionaba suavemente la mejilla. Durante los primeros segundos estuve perdido en la sensación de sus labios sobre los míos y en la idea de estar con esta chica preciosa.

Ella se apartó y los dos nos sonreímos, sin decir nada, mirándonos fijamente a los ojos el uno al otro.

–Bueno, creo que será mejor ir a ver si Emily está todavía aquí –sugirió Sarah después de unos diez segundos–. O si no me quedaré aquí varada.

–Estoy seguro de que ella está aquí –le contesté.

Nos tomamos de la mano de camino a la carpa. Yo no podía dejar de pensar en nuestros besos. El quinto tractor traqueteó a través del sendero. El remolque iba lleno y aún había una fila de más o menos diez personas que esperaban su turno. Y después de todo lo que había sucedido en el bosque, con la cálida mano de Sarah en la mía, la sonrisa no abandonó mi cara.

Traducido por Aurim.