sábado, 23 de octubre de 2010

CAPÍTULO 13 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.


NIÑOS CORRIENDO, GRITANDO, EN LOS TOBOGANES Y EN LAS estructuras para trepar. Cada niño con una bolsa de caramelos en su mano, con la boca rellena de dulces. Niños vestidos de personajes de dibujos animados, monstruos, demonios y fantasmas. Cada vecino de Paradise debía de estar en el parque en ese momento. Y en medio de toda esa locura vi a Sarah, sentada sola, empujándose suavemente en un columpio.

Zigzagueé a través de gritos y chillidos. Cuando Sarah me vio sonrió, con esos grandes ojos azules suyos brillando como un faro.

–¿Necesitas un empujoncito? –pregunté.

Ella hizo una señal hacia el columpio que estaba libre a su lado y yo me senté.

–¿Estás bien? –pregunté.

–Sí. Estoy bien. Es sólo que él me agota. Siempre tiene que hacerse el duro y es un auténtico canalla cuando está cerca de sus amigos.

Ella giró sobre su columpio hasta que las cadenas estuvieron tirantes, luego levantó los pies y éste se desenrolló girando como un trompo, lentamente al principio, tomando velocidad después. Sarah se rió todo el tiempo, con su cabello rubio dejando una estela detrás de ella. Yo hice lo mismo. Cuando el columpio finalmente se detuvo el mundo me seguía dando vueltas.

–¿Dónde está Bernie Kosar?

–Lo dejé con Henri –le respondí.

–¿Tu padre?

–Sí, mi padre. –Yo hacía eso constantemente, llamar a Henri por su nombre cuando debería estar llamándolo “papá”.

La temperatura estaba descendiendo rápidamente, y los nudillos de mis manos estaban blancos sobre la cadena del columpio, lo que las ponía aún más frías. Observamos a los niños correr frenéticamente a nuestro alrededor. Sarah me miró y sus ojos parecieron más azules que nunca con la caída del atardecer. Nos mantuvimos la mirada largamente, cada uno de nosotros sólo mirando al otro, aunque no se dijo una palabra pasó mucho entre nosotros. Parecía que los niños se desdibujaban en un segundo plano. Entonces ella sonrió tímidamente y apartó la mirada.

–Entonces, ¿qué vas a hacer? –le pregunté.

–¿Sobre qué?

–Sobre Mark.

Ella se encogió de hombros.

–¿Qué puedo hacer? Ya rompí con él. Sigo diciéndole que no tengo interés en que volvamos a estar juntos.

Yo asentí. No estaba seguro de cómo responder a eso.

–Pero de todos modos, probablemente debería intentar vender el resto de estas papeletas. Sólo queda una hora para la rifa.

–¿Quieres que te ayude?

–No, está bien. Deberías ir a pasártelo bien. Seguramente Bernie Kosar tiene que estar echándote de menos. Pero definitivamente deberías quedarte para la carroza. ¿Podríamos ir juntos?

–Iremos –le confirmé. La felicidad florecía en mi interior, pero traté de mantenerlo escondido.

–Te veo en un ratito entonces.

–Buena suerte con las papeletas.

Ella extendió la mano y agarró la mía y la sostuvo durante tres buenos segundos. Luego la soltó, se bajó del columpio y se alejó rápidamente. Me quedé sentado allí, meciéndome suavemente, disfrutando del viento fresco que no había sentido en mucho tiempo, puesto que habíamos pasado el último invierno en Florida, y el anterior a ese en el sur de Texas. Cuando me dirigí de nuevo a la carpa Henri estaba sentado en una mesa de picnic, comiendo un trozo de tarta con Bernie Kosar echado a sus pies.

–¿Cómo ha ido?

–Bien –respondí con una sonrisa.

Desde algún lugar se lanzaron fuegos artificiales y estallaron naranjas y azules en el cielo. Aquello hizo que pensara en Lorien y en los fuegos artificiales que vi el día de la invasión.

–¿Has pensado algo más de la segunda nave que vi?

Henri miró a nuestro alrededor para asegurarse de que no había nadie que pudiera escucharnos. Teníamos la mesa de picnic para nosotros solos, situada en la esquina más apartada del gentío.

–Un poco. Pero aún no tengo idea de lo que significa.

–¿Crees que podría haber viajado hasta aquí?

–No. No sería posible. Si funcionaba con combustible, como dices, no habría sido capaz de viajar hasta tan lejos sin repostar.

Me quedé allí sentado durante un momento.

–Ojalá hubiera podido.

–¿Hubiera podido el qué?

–Viajar hasta aquí, con nosotros.

–Es una bonita idea –dijo Henri.



Pasó una hora más o menos y vi a todos los jugadores de rugby, con Mark al frente, atravesar andando la hierba. Iban disfrazados de momias, zombis, fantasmas… Veinticinco en total. Se sentaron en las gradas del campo de béisbol más cercano, y las animadoras que estaban pintando a los niños empezaron a maquillarlos para completar el disfraz de Mark y sus amigos. Fue sólo entonces cuando me di cuenta de que los jugadores de rugby serían los que se ocuparan de meter miedo en la carroza embrujada, los que nos esperarían en el bosque.

–¿Ves eso? –le pregunté a Henri.

Henri los miró y asintió, luego agarró su café y tomó un largo trago.

–¿Aún crees que deberías ir a la cabalgata? –preguntó.

–No. Pero voy a ir de todas formas.

–Me lo imaginaba.

Mark iba vestido de una especie de zombi, con ropa hecha jirones, con maquillaje negro y gris en la cara y manchurrones al azar de rojo para simular sangre. Cuando su disfraz estuvo completo, Sarah se acercó caminando a él y le dijo algo. La voz de él se hizo más elevada pero no pude oír lo que estaba diciendo. Sus movimientos eran impetuosos y hablaba tan rápido que podía ver que tropezaba con sus propias palabras. Sarah se cruzó de brazos y negó con la cabeza. El cuerpo de él se tensó. Yo me puse en pie, pero Henri me agarró del brazo.

–No lo hagas –me aconsejó–. Él simplemente la está alejando más.

Los miraba y deseé con todas mis fuerzas poder oír lo que estaban diciendo, pero había demasiados niños gritando a nuestro alrededor para concentrarme en ellos. Cuando el griterío paró los dos estaban parados mirándose uno al otro, con un hiriente ceño fruncido en la cara de Mark y una sonrisa incrédula en la de Sarah. Luego ella negó con la cabeza y se alejó.

Miré a Henri.

–¿Qué debería hacer yo ahora?

–Nada de nada.

Mark volvió con sus amigos, con la cabeza baja y frunciendo el ceño. Varios de ellos miraron en mi dirección. Aparecieron sonrisitas de suficiencia. Luego empezaron a encaminarse hacia el bosque. Con paso metódico veinticinco tíos disfrazados desvaneciéndose a lo lejos.



Para matar el tiempo volví al centro de la ciudad con Henri y cenamos en El Oso Hambriento. Cuando regresamos el sol se había puesto y el primer remolque ya había sido preparado con los montones de heno y un tractor verde lo remolcaba hasta el bosque. La afluencia de público había decaído considerablemente y aquellos que quedaban eran en su mayoría estudiantes de instituto y los adultos más animados, lo que en total sería un centenar más o menos de personas. Busqué a Sarah entre ellos, pero no la vi. El siguiente remolque se iba en diez minutos. Según el folleto la vuelta entera duraba media hora, el tractor iba a atravesar el bosque lentamente, acrecentando la expectación, y luego se detendría y los viajeros bajarían y seguirían un sendero diferente, momento en el cual empezarían los sustos.

Henri y yo estábamos bajo la carpa y volví a escudriñar la fila de gente que esperaba su turno. Todavía no la veía. Justo en ese momento me vibró el móvil en el bolsillo. No podía recordar la última vez que sonaba mi teléfono sin que fuera Henri llamándome. La identificación de llamada indicaba SARAH HART. La excitación y el nerviosismo se apoderaron de mi interior.

–¿Diga? –contesté.

–¿John?

–Sí.

–Hola, soy Sarah. ¿Aún estás en el parque? –Ella sonaba como si llamarme fuera normal, como si yo no debiera extrañarme de que ella ya tuviera mi número a pesar de que nunca se lo había dado.

–Sí.

–¡Genial! Volveré allí en unos cinco minutos. ¿Ha empezado el recorrido?

–Sí, hace un par de minutos.

–Todavía no has ido, ¿no?

–No.

–¡Oh, bien! Espera para que podamos ir juntos.

–Sí, desde luego –dije–. El segundo acaba de salir ahora.

–Perfecto. Estaré allí a tiempo para el tercero.

–Te veo entonces.

Colgué con una sonrisa enorme en la cara.

–Ten cuidado ahí afuera –me advirtió Henri.

–Lo tendré. –Luego hice una pausa y traté de poner ligereza en mi voz–. No tienes que quedarte. Estoy seguro de que puedo conseguir llegar a casa.

–Estoy dispuesto a quedarme y vivir en esta ciudad, John. Incluso cuando es probable que sea más inteligente que nos fuéramos, dados los acontecimientos ya acaecidos. Pero vas a tener que llegar a un acuerdo conmigo en algunas cosas. Y esta es una de ellas. Me ha gustado poco la mirada que te han echado antes esos chicos.

Asentí.

–Estaré bien –le aseguré.

–Estoy seguro de que lo estarás, pero sólo por si acaso voy a quedarme justo aquí esperando.

Suspiré.

–Bien.

Sarah apareció cinco minutos después con una amiga bastante bonita a la que ya había visto antes pero que nunca me habían presentado. Ella se había cambiado y llevaba unos vaqueros, un jersey de lana y una chaqueta negra. Se había borrado el dibujo del fantasma que tenía en la mejilla derecha y llevaba el pelo suelto, cayendo por debajo de los hombros.

–¿Qué hay? –saludó.

–Hola.

Ella me rodeó con sus brazos en un abrazo indeciso. Pude oler su perfume emanado de su cuello. Después se soltó.

–Hola, padre de John –saludó a Henri–. Esta es mi amiga Emily.

–Encantado de conoceros a las dos –respondió Henri–. Así que ¿vais a adentraros en el terror a lo desconocido?

–¡Por supuesto que sí! –afirmó Sarah–. ¿Estará bien éste ahí fuera? No quiero que se suba a mí, demasiado asustado –le dijo Sarah a Henri, haciendo una señal hacia mí con una sonrisa.

Henri sonrió abiertamente y pude ver que ya le caía bien Sarah.

–Mejor quédate cerca por si acaso.

Ella miró sobre su hombro. El tercer remolque estaba lleno en su cuarta parte.

–Lo mantendré a salvo –prometió ella–. Será mejor que nos vayamos.

–Que lo paséis bien –se despidió Henri.

Sarah me sorprendió al tomarme de la mano y los tres nos fuimos corriendo hacia la carroza, que estaba a unos cien metros de la carpa. Había desplegada una fila de unas treinta personas. Nos fuimos al final de ésta y empezamos a charlar, aunque me sentía un poco tímido y yo más que nada escuchaba a las dos chicas hablar. Mientras esperábamos vi que Sam merodeaba por un lateral como considerando si aproximarse a nosotros o no.

–¡Sam! –grité con más entusiasmo de lo que pretendía. Él vino tambaleándose–. ¿Vienes a dar el viaje con nosotros?

Él se encogió de hombros.

–¿No te importa?

–Vamos –le animó Sarah y le hizo una señal para que se nos uniera.

Él se paró junto a Emily, quien le sonrió. De inmediato empezó a ponerse rojo y yo estaba extasiado porque fuera a venir al recorrido. De repente se aproximó un chico que sostenía un walkie-talkie. Le reconocí del equipo de rugby.

–Hola, Tommy –lo saludó Sarah.

–Hola –le respondió él–. Hay cuatro asientos a la izquierda en el carro. ¿Los queréis?

–¿Ah, sí?

–Sí.

Nos saltamos la fila y subimos al remolque, donde los cuatro nos sentamos juntos sobre una paca de heno. Encontré extraño que Tommy no nos pidiera los tickets. En general también sentía curiosidad por el porqué de que nos dejara saltarnos la cola. Algunas de las personas que estaban esperando nos miraron con indignación. No podía decir que los culpara.

–Disfrutad del viaje –nos despidió Tommy con una sonrisa burlona, del tipo que había visto utilizar a la gente cuando contaba algo malo que le había pasado a alguien que despreciaba.

–Eso ha sido raro –señalé.

Sarah se encogió de hombros.

–Es probable que esté chiflado por Emily.

–¡Oh, Dios mío! Espero que no –dijo Emily, y luego fingió tener arcadas.

Observé a Tommy desde la paca de heno. El remolque sólo estaba medio lleno, otra cosa más que me parecía extraña puesto que había mucha gente esperando.

El tractor arrancó, tomó el sendero y se dirigió a través de la entrada del bosque, de donde llegaban sonidos de espanto a través de altavoces ocultos. El bosque era espeso y en él no penetraba más luz que el resplandor de la parte delantera del tractor. Una vez que estas se apaguen, pensé, no habrá más que oscuridad. Sarah me tomó la mano otra vez. Ella estaba fría al tacto, pero una sensación de calidez me atravesó. Ella se inclinó hacia mí y susurró:

–Estoy un poco asustada.

Justo sobre nosotros colgaban siluetas de fantasmas desde las ramas más bajas, y alejados del trayecto había zombis haciendo muecas, apoyados sobre varios árboles. El tractor se detuvo y apagó las luces. Entonces llegaron unas luces estroboscópicas intermitentes que destellaron durante diez segundos. No había nada terrorífico en ellas y sólo cuando se apagaron entendí su efecto: a nuestros ojos les llevó unos cuantos segundos adaptarse y no podíamos ver nada. Entonces un grito irrumpió atravesando la noche y Sarah se tensó contra mí cuando unas figuras nos rodearon rápidamente. Entrecerré los ojos para enfocarlos y vi que Emily se había puesto al lado de Sam, y que él estaba sonriendo de oreja a oreja. La verdad es que yo estaba un poco asustado. Puse el brazo con cuidado alrededor de Sarah. Una mano nos rozó la espalda y Sarah se agarró fuertemente de mi pierna. Algunos de los otros gritaron. Con una sacudida el tractor dio la vuelta y continuó hacia adelante, con sólo el contorno de los árboles bajo su luz.

Condujimos durante otros tres o cuatro minutos. La expectación aumentaba, así como el miedo aprensivo a tener que caminar la distancia que acabábamos de recorrer. Entonces el tractor se adentró en un claro circular y se paró.

–Todo el mundo abajo –gritó el conductor.

Cuando la última persona se bajó, el tractor arrancó. Sus luces se perdieron en la distancia, luego desaparecieron, dejando nada más que la noche y ni un solo sonido más que el que nosotros hacíamos.

–Mierda –dijo alguien, y todos nosotros nos reímos.

En total éramos once. Se encendió un sendero de luces, mostrándonos el camino, después se apagó. Cerré los ojos para concentrarme en el tacto de los dedos de Sarah entrelazados con los míos.

–No tengo ni idea de por qué hago esto cada año –se quejó Emily nerviosa, rodeándose con los brazos.

La otra gente había empezado a bajar por el sendero y nosotros los seguimos. La senda de luces parpadeaba de vez en cuando para mantenernos en el camino. Los demás iban por delante bastante alejados y no los podíamos ver. Apenas podía ver el suelo a mis pies. De pronto tres o cuatro gritos resonaron enfrente de nosotros.

–Oh, no –exclamó Sarah, y apretó mi mano–. Suena a problemas ahí delante.

Justo en ese momento algo pesado cayó sobre nosotros. Las dos chicas gritaron, al igual que Sam. Tropecé y caí al suelo, lastimándome la rodilla, enredado en lo que demonios quiera que fuese aquello. Entonces me di cuenta de que ¡era una red!

–¿Qué demonios…? –preguntó Sam.

Rasgué directamente la cuerda liada, pero al segundo de liberarme fui empujado con fuerza desde atrás. Alguien me agarró y me apartaron a rastras de las muchachas y de Sam. Me solté y me enderecé, pero inmediatamente fui golpeado de nuevo por la espalda. Aquello no era parte del recorrido.

–¡Suéltame! –gritó una de las chicas.

Hubo una carcajada masculina en respuesta. Yo no podía ver nada. Las voces de las muchachas se distanciaban de mí.

–¿John? –llamó Sarah.

–¿Dónde estás, John? –gritó Sam.

Me puse en pie para ir tras ellos, pero me volvieron a golpear. No, no era eso exactamente. Me habían hecho un placaje. El viento me azotaba cuando patiné arando el suelo. Me levanté rápidamente y traté de recuperar el aliento, con la mano contra un árbol para sostenerme. Me limpié la tierra y las hojas de la boca.

Estuve allí de pie unos cuantos segundos y no oía más ruido que mi propia respiración trabajosa. Justo cuando pensaba que me habían dejado solo, alguien se echó sobre mí y me envió volando a un árbol cercano. Me golpeé violentamente la cabeza contra el tronco y durante un breve lapso de tiempo vi las estrellas. Me sorprendió la fortaleza de aquella persona. Alcé la mano, me toqué la frente y sentí la sangre sobre los dedos. Volví a mirar a mi alrededor, pero no podía ver nada más que la silueta de los árboles.

Oí el grito de una de las chicas, seguido de ruidos de forcejeo. Apreté los dientes. Yo estaba temblando. ¿Había gente oculta en el muro de árboles que tenía a mi alrededor? No podía saberlo. Pero sentía un par de ojos sobre mí, en algún lugar.

–¡Déjame en paz! –gritó Sarah. La estaban alejando, podía darme cuenta de cuánto.

–Está bien –dije a la oscuridad, a los árboles. La ira me atravesó–. ¿Quieres jugar? –pregunté, en voz alta esta vez.

Alguien se carcajeó cerca.

Di un paso hacia el sonido. Me empujaron desde atrás, pero mantuve el equilibrio antes de caer. Di ciegamente un puñetazo al aire y el dorso de mi mano rozó contra la corteza de un árbol. No había nada que hacer. ¿Qué sentido tenía poseer Legados si nunca los utilizabas cuando lo necesitabas? Aunque eso significara que Henri y yo cargáramos la furgoneta esta noche y nos fuéramos a otra ciudad, por lo menos habría hecho lo que tenía que hacer.

–¿Quieres jugar? –grité de nuevo–. ¡Yo también puedo jugar!

Me bajaba un hilo de sangre por un lado de la cara. Está bien, pensé, vamos allá. Pueden hacer todo lo que quieran conmigo, pero no le tocarían un solo pelo a Sarah. O a Sam, o a Emily.

Tomé aire profundamente y la adrenalina corrió a través de mí. Una sonrisa maliciosa se formó y sentí como si mi cuerpo se hiciera más grande, más fuerte. Mis manos entraron en acción y brillaron intensamente con una luz brillante que traspasó la noche, repentinamente el mundo se incendió.

Alcé la mirada. Enfoqué mis manos por entre los árboles y me adentré corriendo en la noche.

Capítulo traducido por Aurim.

domingo, 17 de octubre de 2010

CAPÍTULO 12 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)

Traducido por Aurim.


HENRI Y YO FUIMOS A LA CIUDAD EL SÁBADO POR LA CABALGATA DE Halloween, casi dos semanas después de llegar a Paradise. Creo que la soledad estaba pudiendo con nosotros. No es que no estuviéramos acostumbrados a la soledad. Lo estábamos. Pero la soledad en Ohio era diferente de la de la mayoría de los demás lugares. Había un cierto silencio en ella, una cierta incomunicación.

Era un día frío, salía el sol intermitentemente a través de densas nubes blancas que se deslizaban allá en lo alto. La ciudad bullía de gente. Todos los niños iban disfrazados. Le habíamos comprado una correa a Bernie Kosar, que llevaba una capa de Superman tendida sobre el lomo, con una gran “S” sobre su pecho. Él no parecía nada impresionado por ello. Tampoco era el único perro vestido de superhéroe.

Henri y yo estábamos en la acera, enfrente de El Oso Hambriento, la cafetería que estaba a poca distancia de la rotonda en el centro de la ciudad, para ver el desfile. En su ventana principal de la fachada había pegado un artículo de La Gaceta sobre Mark James. En la foto salía él de pie sobre la línea de la yarda cincuenta en el medio campo, con su cazadora del equipo, los brazos cruzados, su pie derecho descansando en lo alto de un balón y una irónica sonrisa de superioridad. Hasta yo tuve que admitir que se le veía imponente.

Henri me vio mirando el periódico.

–Ese es tu amigo, ¿no? –me preguntó con una sonrisa. Henri ya sabía la historia, desde la cuasi pelea al estiércol de vaca o mi flechazo por su ex-novia. Desde que supo de toda esta información él sólo se refería a Mark como mi “amigo”.

–Mi mejor amigo –le corregí.

Justo en ese momento empezó a tocar la banda de música. Iba en la cabecera de la cabalgata, seguida de varias carrozas con el tema de Halloween, de las cuales una llevaba a Mark y a unos cuantos de los jugadores del equipo de rugby. A algunos los reconocí de clase, a otro no. Ellos tiraban puñados caramelos a los niños. Entonces Mark me divisó y le dio con el codo al tipo que estaba a su lado, Kevin, el chico al que di el rodillazo en la ingle en la cafetería. Mark me señaló y le dijo algo. Los dos soltaron sendas carcajadas.

–¿Ese es él? –preguntó Henri.

–Ese es.

–Parece un capullo.

–Ya te digo…

Luego vinieron las animadoras, a pie, todas de uniforme, con el pelo recogido hacia atrás, sonriendo y saludando con la mano al público.

Sarah iba junto a ellas, haciéndoles fotografías. Las sacaba en movimiento, mientras saltaban haciendo sus coreografías. A pesar del hecho de que llevara pantalones vaqueros y nada de maquillaje, ella era con mucho más guapa que ninguna de ellas. En el instituto habíamos estado mirándonos cada vez más, y yo no podía dejar de pensar en ella. Henri me vio mirándola.

Luego se volvió de nuevo hacia la cabalgata.

–Esa es ella, ¿eh?

–Esa es ella.

Ella me vio y me saludó con la mano, luego señaló la cámara como diciendo que luego vendría pero que antes quería hacer unas fotos. Yo sonreí y asentí con la cabeza.

–Bueno –dijo Henri–, desde luego puedo ver el atractivo.

Vimos la cabalgata. El alcalde de Paredise también pasó sentado en la parte de atrás de un descapotable rojo. Él también tiró más caramelos a los niños. Habría muchos niños hiperactivos hoy, pensé.

Sentí un toquecito en mi hombro y me di la vuelta.

–Sam Goode. ¿Qué hay?

Él se encogió de hombros.

–Nada. ¿Y tú, qué tal?

–Viendo la cabalgata. Este es mi padre, Henri.

Ellos se dieron la mano y Henri dijo:

–John me ha hablado mucho de ti.

–¿De verdad? –preguntó Sam con una sonrisa torcida.

–De verdad –respondió Henri. Luego hizo una pausa de un minuto y se le formó una sonrisa–. ¿Sabes? He estado leyendo. Puede que ya lo hayas oído pero… ¿Sabías que los alienígenas son la razón de que tengamos tormentas eléctricas? Ellos las crean para entrar en nuestro planeta pasando inadvertidos. La tormenta, una distracción, y los relámpagos que ves en realidad vienen de las naves espaciales que entran en la atmósfera terrestre.

Sam sonrió y se rascó la cabeza.

–¡Venga ya! –dijo.

–Es lo que he oído –replicó Henri, encogiéndose de hombros.

–Está bien –concedió Sam, más que dispuesto a hacerle el favor a Henry–. Bueno, ¿sabe que los dinosaurios no se extinguieron en realidad? Los extraterrestres estaban tan fascinados por ellos que decidieron recogerlos a todos y llevárselos a su propio planeta.

–No sabía eso –dijo Henri, negando con la cabeza–. ¿Sabías que el monstruo del Lago Ness era en realidad un animal del planeta Trafalgra? Ellos lo trajeron aquí como experimento, para ver si podía sobrevivir, y lo hizo. Pero cuando fue descubierto los extraterrestres se lo llevaron de nuevo, es por eso que nunca más fue encontrado de nuevo.

Yo me eché a reír, no por la teoría, sino por el nombre de Trafalgra. No había ningún planeta llamado Trafalgra y me preguntaba si Henri se lo había inventado sobre la marcha.

–¿Sabía que las pirámides de Egipto fueron construidas por los alienígenas?

–Eso he oído –contestó Henri, sonriendo. Eso le divirtió bastante porque, aunque las pirámides en realidad no fueron construidas por los alienígenas, sí que fueron levantadas utilizando conocimientos de Lorien y con ayuda de Lorien–. ¿Sabías que se supone que el final del mundo es el 21 de diciembre de 2012?

Sam asintió y sonrió.

–Sí, lo he oído. La supuesta fecha de caducidad de la Tierra, el final del calendario Maya.

–¿Fecha de caducidad? –me metí en la conversación–. ¿Cómo el “consumir preferentemente antes de” impresa en los cartones de leche? ¿La Tierra va a cortarse?

Me reí de mi propio chiste, pero Sam y Henri no me prestaron atención. Luego Sam dijo:

–¿Sabías que los círculos en los campos de cultivo eran originariamente herramientas de navegación para la raza alienígena de los Agharian? Pero fue hace miles de años. Hoy sólo las hacen los granjeros aburridos.

Me eché a reír otra vez. Tenía ganas de preguntar qué tipo de gente se inventaba las conspiraciones alienígenas si eran los granjeros aburridos los que hacían los círculos en los campos de cultivo, pero no lo hice.

–¿Qué hay de los Centuri? –preguntó Henri–. ¿Los conoces?

Sam negó con la cabeza.

–Son una raza alienígena que vive en el núcleo de la Tierra. Es una raza beligerante, en constante discordia unos con otros, y cuando tienen guerras civiles la superficie de la Tierra se vuelve inestable. Es por eso que ocurren cosas tales como los terremotos y las erupciones volcánicas. ¿El tsunami de 2004? Todo porque la hija del rey de los Centuri desapareció.

–¿La encontraron? –pregunté yo.

Henri negó con la cabeza, me miró a mí y luego a Sam de nuevo, que aún estaba sonriendo con el juego.

–Nunca la encontraron. Las teorías cuentan que ella es capaz de cambiar de forma y que vive en algún lugar de Sudamérica.

La teoría de Henri era tan buena que pensé que no había forma de que se la hubiera inventado tan rápidamente. Me quedé allí plantado, de verdad considerándolo, aunque nunca había oído de alienígenas llamados Centuri y aunque me constaba que no vivía nada en el núcleo de la Tierra.

–¿Sabía que…? –Sam hizo una pausa. Pensaba que Henri lo tenía perplejo, y tan pronto como esa idea saltó a mi cabeza Sam dijo algo tan estremecedor que me atravesó una oleada de terror–. ¿Sabía que los mogadorianos están de exploración en pos de la dominación universal, y que ya han acabado con un planeta y están planeando que la siguiente sea la Tierra? Ellos están aquí buscando la debilidad de los seres humanos para poder aprovecharla cuando comience la ofensiva.

Yo me quedé con la boca abierta y Henri se quedó mirando fijamente a Sam, estupefacto. Su mano se tensó alrededor de su café hasta tal punto que temí que si apretaba más estrujaría el vaso. Sam echó un vistazo a Henri, luego a mí.

–Parece que hubierais visto un fantasma. ¿Eso quiere decir que gano?

–¿Dóndes has oído eso? –pregunté. Henri me miró con tanta ferocidad que deseé haber continuado en silencio.

–De “Caminan entre Nosotros”.

Henri todavía no sabía cómo responder. Abrió la boca para hablar pero no salió nada de ella. Luego una mujer menuda de pie junto a Sam interrumpió.

–Sam –le llamó ella. Él se dio la vuelta y la miró–. ¿Dónde te has metido?

–He estado justo aquí –contestó, encogiéndose de hombros.

Ella suspiró y luego dijo a Henri:

–Hola, soy la madre de Sam.

–Henri –se presentó éste, y le dio la mano–. Encantado de conocerla.

Ella abrió los ojos sorprendida. Algo en el acento de Henri la había entusiasmado.

–Ah bon! Vous parlez français? C´est super! J´ai personne avec qui je peux parler français depuis long-tems*.




(*En francés: "¡Oh, bueno! ¿Habla usted francés? ¡Es formidable! Tengo a alguien con quien puedo hablar francés después de mucho tiempo.")

Henri sonrió.

–Lo siento. En realidad no hablo francés. Aunque sé que mi acento suena de esa manera.

–¿No? –Ella estaba desilusionada–. Diablos, ya pensaba que por fin había llegado algo de dignidad a la ciudad.

Sam la miró y puso los ojos en blanco.

–Está bien. Sam, pongámonos en marcha –ordenó ella.

Él se encogió de hombros.

–¿Vais a ir al parque y a la carroza alegórica?

Miré a Henri, luego a Sam.

–Sí, claro –contesté–. ¿Tú vas?

Él se encogió de hombros.

–Bien, trata de venir a encontrarte con nosotros si puedes –le dije.

Él sonrió y asintió.

–Okey, guay.

–Hora de irse, Sam. Y puede que no puedas ir a la carroza alegórica. Necesito que me ayudes en casa –le replicó su madre. Él empezó a decir algo pero ella se alejó.

–Una mujer muy agradable –dijo Henri con sarcasmo.



–¿Cómo te inventaste todo eso? –pregunté.

El gentío empezó a migrar hacia Main Street, lejos de la rotonda. Henri y yo los seguimos hasta el parque, donde se estaba sirviendo sidra y viandas.

–Miente durante bastante tiempo y empezarás a acostumbrarte a ello.

Asentí con la cabeza.

–Entonces, ¿qué piensas?

Él tomó una gran bocanada de aire y luego exhaló. La temperatura era lo bastante baja para que pudiera ver su respiración.

–No tengo ni idea. No sé qué pensar a estas alturas. Me ha pillado con la guardia baja.

–Nos ha pillado con la guardia baja a los dos.

–Vamos a tener que examinar la publicación de la que él saca su información, averiguar quién lo escribe y dónde está siendo escrito.

Él me miró con expectación.

–¿Qué?

–Vas a tener que conseguir un ejemplar –me dijo.

–Lo haré –le confirmé–. Pero aun así, no tiene sentido. ¿Cómo podría nadie saber eso?

–Está siendo filtrado desde algún sitio.

–¿Piensas que es uno de nosotros?

–No.

–¿Piensas que son ellos?

–Podría ser. Nunca he pensado en revisar los periodicuchos de teorías conspiranoicas. Tal vez ellos piensan que los leemos y pueden combatirnos al filtrar información como esa. Es decir… –Él hizo una pausa para pensarlo durante un minuto–. Demonios, John, no lo sé. Pero tenemos que investigarlo. No es una coincidencia, eso seguro.

Caminamos en silencio, aún un poco aturdidos, dándole vueltas en la cabeza a las posibles explicaciones. Bernie Kosar iba al trote entre nosotros, con la lengua colgando, su capa cayéndole por un lado y arrastrándola por la acera. Tuvo mucho éxito entre los niños y muchos de ellos se paraban a acariciarlo.

El parque estaba situado en la zona sur de la ciudad. En la linde, a lo lejos había dos lagos contiguos separados por una estrecha franja de tierra que llevaba al interior del bosque, más allá de éstos. El parque en sí estaba compuesto por tres campos de béisbol, una plaza de recreo y una gran carpa donde voluntarios servían sidra y trozos de pastel de calabaza. A cierta distancia había tres carros de heno a un lateral del camino de gravilla, en los que un gran letrero rezaba:

¡DATE UN SUSTO DE MUERTE!
LAS EMBRUJADAS CARROZAS ALEGÓRICAS DE HALLOWEEN
AL EMPEZAR EL OCASO
5$ PERSONA

El camino pasaba de la grava a la tierra antes de llegar al bosque, la entrada a éste estaba decorada con recortables de caricaturas de fantasmas y duendes. Parecía que las carrozas embrujadas hacían un recorrido por el bosque. Miré a mi alrededor buscando a Sarah, pero no la vi por ninguna parte. Me pregunté si vendría a esto.

Henri y yo entramos a la carpa. Las animadoras estaban a cierta distancia en un lateral, algunas de ellas pintándoles la cara a los niños con motivos de Halloween, otras vendiendo papeletas para la rifa que tendría lugar a las seis de la tarde.

–Hola, John –oí decir detrás de mí. Me di la vuelta y allí estaba Sarah, sosteniendo su cámara–. ¿Qué te ha parecido la cabalgata?

Yo le sonreí y me metí las manos en los bolsillos. Había un pequeño fantasma pintado sobre su mejilla.

–¡Eh! ¿Qué hay? –saludé–. Me gustó. Creo que me estoy acostumbrando al encanto del Ohio provinciano.

–¿Provinciano? Quieres decir aburrido, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

–No sé, no está mal.

–¡Eh, es el pequeñín del instituto! Me acuerdo de ti –saludó ella, agachándose para acariciar a Bernie Kosar.

Él meneó la cola como un loco, saltó y le lamió la cara. Sara se echó a reír. Miré por encima de mi hombro, Henri estaba a unos seis metros, hablando con la madre de Sarah en una de las mesas de picnic. Tenía curiosidad por saber de qué estaban hablando.

–Creo que le gustas. Se llama Bernie Kosar.

–¿Bernie Kosar? Ese no es nombre para un perrito adorable. Mira esta capa. Es, tan…, tan mono.

–¿Sabes? Si sigues así voy a estar celoso de mi propio perro –le dije.

Ella sonrió y se enderezó.

–Entonces, ¿vas a comprarme una papeleta para la rifa o qué? Es para reconstruir un albergue de animales sin ánimo de lucro que quedó destruido en un incendio el mes pasado en Colorado.

–¿De verdad? ¿Cómo sabe una chica de Paradise, Ohio, de un refugio para animales de Colorado?

–Pertenecía a mi tía. Convencí a las chicas del equipo de animadoras para que participaran. Vamos a hacer un viaje y a ayudar en la reconstrucción. Ayudaremos con los animales y saldremos del instituto y de Ohio durante una semana. Es una situación en la que ganamos todos.

Me imaginé a Sarah con casco y blandiendo un martillo. La idea me trajo una sonrisa a la cara.

–Entonces, ¿estás diciendo que tengo que ocuparme solo de la cocina durante toda una semana? –Yo fingí un suspiro exasperado y negué con la cabeza–. No sé si puedo apoyar tal viaje ahora, ni siquiera aunque sea por los animales.

Ella se echó a reír y me dio un golpecito en el brazo. Saqué mi cartera y le entregué cinco dólares para seis boletos.

–Estos seis te traerán suerte –aseguró ella.

–¿Me la traerán?

–Por supuesto. Me las has comprado a mí, tonto.

Justo en ese momento, sobre el hombro de Sarah, vi a Mark y al resto de los chicos bajando de la carroza y entrando en la carpa.

–¿Vas a ir al paseo de carrozas embrujadas? –preguntó Sarah.

–Sí, estaba pensando en ello.

–Deberías ir, es divertido. Todo el mundo irá. Y de verdad que da bastante miedo.

Mark nos vio a Sarah y a mí hablando y arrugó su rostro con un ceño fruncido. Se encaminó en nuestra dirección. Con el mismo conjunto de siempre: la cazadora del equipo del instituto, pantalones vaqueros azules y pelo engominado.

–Entonces, ¿tú vas a ir? –le pregunté a Sarah.

Antes de que ella pudiera responder Mark interrumpió.

–¿Qué te pareció la cabalgata, Johnny? –preguntó él.

Rápidamente Sarah se volvió y lo fulminó con la mirada.

–Me gustó mucho –respondí.

–¿Vas a ir a la carroza embrujada esta noche, o te asusta demasiado?

Yo le sonreí.

–De hecho, en realidad voy a ir.

–¿Te dará un ataque como en el instituto y saldrás corriendo del bosque llorando como una nenaza?

–No seas imbécil, Mark –le amonestó Sarah.

Él me miraba, enfurecido. Con la multitud que nos rodeaba no había nada que él pudiera hacer sin formar una escena… Y yo no creía que él hiciera nada de todas formas.

–Todo a su debido tiempo –sugirió Mark.

–¿Tú crees?

–Y el tuyo se acerca –sentenció.

–Puede que eso sea verdad –le dije–. Pero no se acerca por ti.

–¡Basta ya! –gritó Sarah.

Ella se abrió camino entre nosotros, apartándonos el uno del otro. La gente estaba mirando. Ella miró a un lado y a otro como si se sintiera avergonzada por la atención, luego le echó un vistazo primero a Mark con el ceño fruncido, después a mí.

–Está bien, chicos. Pelearos si eso es lo que queréis hacer. Buena suerte con eso –espetó Sarah, y se dio media vuelta y se alejó.

Yo la contemplé marcharse. Mark no.

–¡Sarah! –la llamé, pero ella siguió andando y desapareció más allá de la carpa.

–Pronto –me advirtió Mark.

Yo le devolví la mirada.

–Lo dudo.

Él se retiró a su grupo de amigos. Henri se acercó a mí.

–No creo que estuviera preguntándote por los deberes de matemáticas de ayer.

–No exactamente –respondí.

–Yo no me preocuparía por él –sugirió Henri–. Parece que sólo es un bocazas.

–Yo no lo creo –disentí, y luego eché una ojeada al lugar por el que había desaparecido Sarah–. ¿Debería ir tras ella? –le pregunté, y lo miré alegando a la parte de él que una vez estuvo casado y enamorado, esa parte que aún echaba de menos a su esposa cada día, y no a la parte de él que quería mantenerme a salvo y oculto.

Él asintió con la cabeza.

–Sí –dijo con un suspiro–. Tanto como me cuesta admitirlo, es muy probable que debieras ir tras ella.


Capítulo traducido por Aurim.

sábado, 9 de octubre de 2010

CAPÍTULO 11 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.


LAS IMÁGENES VENÍAN A MÍ, DE FORMA ALEATORIA, NORMALMENTE cuando menos las esperaba. A veces eran pequeñas y fugaces –mi abuela sosteniendo un vaso de agua y abriendo la boca para decirme algo– aunque nunca supe las palabras porque la imagen se desvanecía tan rápidamente como había llegado. A veces duraban más, eran más realistas: mi abuelo meciéndome en un columpio. Podía sentir la fuerza de sus brazos cuando me empujaba, las mariposas en el fondo de mi estómago cuando me precipitaba hacia abajo. Mi risa transportada por el viento. Luego la imagen se iba. A veces recordaba explícitamente las imágenes de mi pasado, recordaba formar parte de ellas. Pero otras veces me eran tan nuevas como si nunca jamás hubieran sucedido.

En el salón, con Henri pasando el cristal loriano por encima de mis brazos, con mis manos suspendidas sobre las llamas, podía ver la siguiente: yo era pequeño –tres años, tal vez cuatro– corriendo por nuestro jardín delantero de césped recién cortado. Junto a mí había un animal con un cuerpo parecido al de un perro, pero con un pelaje como el de un tigre. Su cabeza era redonda, su cuerpo cilíndrico descansaba sobre patas cortas. No se parecía a ningún animal que hubiera visto nunca. Éste se agachó, listo para saltar sobre mí. Yo no podía parar de reír. Entonces saltó y traté de atraparlo, pero yo era demasiado pequeño y ambos caímos en la hierba. Forcejeamos. Él era más fuerte que yo. Luego dio un salto en el aire y, en vez de caer de nuevo sobre el suelo como yo esperaba, se transformó en un ave y salió volando a mi alrededor, cerniéndose en el aire justo lo bastante alejado de mi alcance. Dio vueltas, luego bajó, se coló por entre mis piernas y aterrizó a seis metros. Cambió a un animal que se parecía a un mono sin cola y se agachó un poco para embestirme.

Justo en ese momento se acercó un hombre. Era joven, vestido con un traje de caucho plateado y azul que se ajustaba a su cuerpo, el tipo de traje que yo había visto que llevaban los pilotos. Él me habló en un idioma que yo no entendía. Pronunció el nombre de “Hadley” y saludó con la cabeza al animal. Hadley corrió hacia él, con su forma cambiando de mono a algo más grande, algo parecido a un oso con la melena de un león. Sus cabezas estaban al mismo nivel, y el hombre rascó a Hadley bajo el mentón. Entonces mi abuelo salió de la casa. Se veía joven, aunque yo sabía que debía de tener al menos cincuenta años.

Él le estrechó la mano al hombre. Hablaban pero yo no entendía lo que decían. Luego el hombre me miró, sonrió, levantó su mano y de repente me despegué del suelo y volé por el aire. Hadley me siguió de nuevo en forma de pájaro. Yo tenía completo control sobre mi cuerpo, pero el hombre controlaba adónde iba, moviendo su mano a izquierda o derecha. Hadley y yo jugamos en el aire, él tratando de hacerme cosquillas con el pico, yo tratando de agarrarlo. Y entonces mis ojos se abrieron de golpe y la imagen se fue.

–Tu abuelo podía hacerse invisible a voluntad –oí decir a Henri, y cerré de nuevo los ojos. El cristal continuaba sobre mi brazo, extendiendo la resistencia al fuego al resto de mi cuerpo–. Uno de los Legados más raros, sólo desarrollado por el uno por ciento de nuestra gente, y él era uno de ellos. Podía hacerse a sí mismo y a cualquier cosa que tocara desaparecer completamente. Hubo una vez que él quiso gastarme una broma, antes de que yo conociera cuáles eran sus Legados. Tú tenías tres años y yo acababa de empezar a trabajar con tu familia. Venía a tu casa por primera vez desde el día anterior, y cuando subí la cuesta en mi segundo día la casa no estaba. Había un camino de entrada, un coche y el árbol, pero no la casa. Pensé que estaba perdiendo la cabeza. Continué pasando aquello de largo. Entonces, cuando supe que me había alejado demasiado, me volví de nuevo hacia allí. A cierta distancia se encontraba la casa que antes habría jurado que no estaba allí. Así que empecé a volver andando, pero cuando estuve bastante cerca la casa desapareció otra vez. Me quedé allí de pie mirando el lugar donde sabía que debía estar, pero viendo sólo los árboles de detrás del punto exacto. Así que seguí andando. Sólo a mi tercer día tu abuelo hizo que la casa reapareciera definitivamente. Él no podía parar de reírse. Nos estuvimos riendo desde ese día y durante el siguiente año y medio, desde entonces hasta el final.

Cuando abrí los ojos estaba de nuevo en el campo de batalla. Más explosiones, fuego, muerte…

–Tu abuelo era un buen hombre –afirmó Henri–. Le encantaba hacer reír a la gente, le encantaba contar chistes. No creo que hubiera una sola vez que me fuera a casa sin haberme dolido la barriga de tanto reírme.

El cielo se había vuelto rojo. Un árbol irrumpió en el aire, lanzado por el hombre vestido de plateado y azul, el que vi en la casa. El árbol descargó sobre dos de los mogadorianos, y quise celebrar la victoria. Pero, ¿qué utilidad había en celebrarlo? No importaba cuántos mogadorianos viera caer, el resultado de aquel día no cambiaría. Los lorianos aún seguirían siendo derrotados, hasta el último de ellos aniquilado. Yo aún seguiría siendo enviado a la Tierra.

–Ni una sola vez vi al hombre enfadarse. Cuando todos los demás perdían los estribos, cuando les embargaba la tensión, tu abuelo permanecía tranquilo. Era entonces cuando habitualmente soltaba sus mejores chascarrillos, y sólo con eso todo el mundo volvía a reír de nuevo.

Las bestias pequeñas fijaban su objetivo en los niños. Éstos estaban indefensos, sosteniendo aún en las manos las bengalas para la fiesta. Así es cómo estábamos perdiendo: sólo unos cuantos de los lorianos estaban luchando con las bestias, el resto estaba tratando de salvar a sus hijos.

–Tu abuela era diferente. Ella era callada y reservada, muy inteligente. Tus mayores se complementaban el uno al otro de esa manera, tu abuelo el desenfadado, y tu abuela trabajando en la sombra para que todo saliera según lo planeado.

Arriba en el cielo yo podía ver la estela de humo azul de la aeronave que nos traía a la Tierra, nos traía a nosotros Nueve y a nuestros Cuidadores. Su presencia puso nerviosos a los mogadorianos.

–Y luego estaba Julianne, mi esposa.

Lejos en la distancia hubo una explosión, esta parecía del tipo que procede del despegue de los cohetes en la Tierra. Otra nave se elevó en el aire, con una estela de fuego tras ella. Lentamente al principio, luego haciéndose más veloz. Yo estaba confuso. Nuestras naves no utilizaban fuego para propulsarse; no usaban ni petróleo ni gasolina. Emitían un pequeño rastro de humo azul que venía de los cristales que empleaban para propulsarse, nunca fuego como aquélla. La segunda nave era lenta y tosca en comparación con la primera, pero lo hizo: se alzó en el aire ganando velocidad. Henri nunca había mencionado una segunda nave. ¿Quiénes iban en ella? ¿A dónde se dirigía? Los mogadorianos gritaban y la señalaban. De nuevo, aquello les causaba ansiedad, y durante un breve instante los lorianos se levantaron.

–Ella tenía los ojos más verdes que jamás hayas visto, de un verde brillante como el de las esmeraldas, más un corazón tan grande como el propio planeta. Siempre ayudando a los demás, constantemente recogiendo animales y quedándoselos como mascotas. Jamás sabré qué fue lo que vio en mí.

La gran bestia había regresado, la de los ojos rojos y los cuernos enormes. Babas mezcladas con sangre caían de sus dientes afilados como cuchillas, tan grandes que no le cabían en la boca. El hombre de plateado y azul estaba de pie justo enfrente de ella. Trató de levantar a la bestia con sus poderes, y lo consiguió unos pocos metros, pero después ésta forcejeó y no fue más allá. El hombre la elevó de nuevo. A la duz de las lunas su rostro brillaba con el sudor y la sangre. Entonces él dobló las manos y la bestia se precipitó hacia un lado. El suelo tembló. Truenos y relámpagos colmaban el cielo, pero no les acompañaba la lluvia.

–Ella era una dormilona, y yo siempre me despertaba antes que ella. Me sentaba en el estudio y leía el periódico, hacía el desayuno, daba un paseo… Algunas mañanas volvía y ella aún seguía durmiendo. Yo estaba impaciente, no podía esperar a empezar el día junto a ella. Me hacía sentir bien con sólo estar cerca. Entraba y trataba de despertarla. Ella se echaba la manta por encima de la cabeza y me gruñía. Casi todas las mañanas, siempre lo mismo.

La bestia se sacudía pero el hombre todavía tenía el control. Otros Guardas se le habían unido, cada uno de ellos utilizando un poder sobre la colosal bestia; una lluvia de fuego y relámpagos caía sobre ella, rayos láser llegaban desde todas las direcciones. Algunos Guardas estaban haciendo daño sin ser vistos, permaneciendo alejados de todo y tendiendo abiertas las manos en suma concentración. Y entonces en lo alto se formó una tormenta colectiva, formándose y centelleando una gran nube en un cielo por lo demás despejado, con algún tipo de acumulación de energía en su interior. Todos los Guardas estaban involucrados en ello, ayudando todos a crear esa neblina cataclísmica. Y entonces un enorme rayo cayó y fulminó a la bestia en donde estaba tendida. Y allí murió.

–¿Qué podía hacer yo? ¿Qué podía hacer ninguno de nosotros? En total éramos diecinueve en esa nave. Vosotros, los nueve niños, y nosotros, los nueve Cêpans, elegidos por nada más que el lugar en el que estábamos aquella noche, y el piloto que nos trajo aquí. Nosotros, los Cêpans, no podíamos luchar, y ¿qué habría cambiado si hubiésemos podido? Los Cêpans somos burócratas, es decir, nos ocupábamos de que el planeta siguiera en funcionamiento, de enseñar, de adiestrar a los nuevos Guardas en entender y manipular sus poderes… Nunca se pretendió que fuéramos combatientes. No habríamos sido de utilidad. Habríamos muerto como el resto. Todo lo que podíamos hacer era irnos. Marcharme contigo para vivir y para un día restaurar la gloria del planeta más bello de todo el universo.

Yo cerré los ojos y cuando los volví a abrir la batalla había terminado. El humo se elevaba desde la tierra entre la muerte y la agonía. Los árboles destrozados, los bosques arrasados por el fuego, no quedaba nada en pie que pudiera salvar a los pocos mogadorianos que habían sobrevivido para contar la historia. El sol salía por el sur y se cernió un pálido resplandor sobre la tierra estéril bañada de rojo. Montones de cuerpos, no todos intactos, no todos enteros. Sobre uno de los montones estaba el hombre vestido de plateado y azul, muerto como los demás. No había marcas perceptibles en su cuerpo, pero no obstante estaba muerto.

Mis ojos se abrieron de golpe. Tenía la boca seca, sedienta.

–Vamos –dijo Henri. Me ayudó a bajarme de la mesa del salón, me guió hasta la cocina y me acercó una silla.

Empezaba a sentir las lágrimas acudiendo a mis ojos, pero traté de apartarlas parpadeando. Henri me trajo un vaso de agua y me lo bebí entero de un trago. Le di el vaso y él lo volvió a llenar. Dejé caer la cabeza, esforzándome en respirar. Me bebí el segundo vaso, luego miré a Henri.

–¿Por qué nunca me hablaste de una segunda nave? –le pregunté.

–¿De qué estás hablando?

–Había una segunda nave –le informé.

–¿Dónde había una segunda nave?

–En Lorien, el día que nos fuimos. Una segunda nave que despegó después de la nuestra.

–Imposible –replicó él.

–¿Por qué es imposible?

–Porque las otras naves fueron destruidas. Lo vi con mis propios ojos. En cuanto tomaron tierra los mogadorianos arrasaron nuestra flota. Viajamos en la única nave que sobrevivió a su ofensiva. Fue un milagro que pudiéramos salir de allí.

–Te estoy diciendo que vi una segunda nave. Aunque no era como las otras. Utilizaba combustible, le seguía una bola de fuego detrás.

Henri me miró más de cerca. Estaba esforzándose por pensar, con el entrecejo fruncido.

–¿Estás seguro, John?

–Sí.

Se echó hacia atrás en la silla y miró al exterior a través de la ventana. Bernie Kosar estaba en el suelo, mirándonos fijamente a los dos.

–Salió de Lorien –indiqué–. La vi durante todo el trayecto hasta que desapareció.

–Eso no tiene sentido –repuso Henri–. No veo cómo pudo ser posible. Allí no quedó nada.

–Había una segunda nave.

Nos quedamos un buen rato en silencio, sentados uno frente al otro.

–¿Henri?

–¿Sí?

–¿Qué iba en esa nave?

Él fijó en mí su mirada.

–No lo sé –reconoció–. Realmente no lo sé.



Estábamos sentados en el salón, con un fuego en la chimenea y Bernie Kosar sobre mi regazo. Un chispazo aislado de uno de los troncos rompió el silencio.

–¡Enciéndete! –ordené, y chasqueé los dedos.

Mi mano derecha se iluminó, no tan resplandeciente como la había visto antes, pero casi. En el corto periodo de tiempo que Henri había empezado a entrenarme, había aprendido a controlar el resplandor. Podía concentrarlo, haciéndolo más grande, como la luz de una casa, o reducirlo y enfocarlo, como una linterna. Mi habilidad para manipularlo estaba llegando más rápidamente de lo que esperaba. La mano izquierda aún era más débil que la derecha, pero estaba mejorando. Chasqueé los dedos y dije "Enciéndete" sólo para fanfarronear, pues no necesitaba hacer nada para controlar la luz, o para hacer que apareciera. Simplemente venía de dentro, con tan poco esfuerzo como mover los dedos o parpadear.

–¿Cuándo piensas que se desarrollarán los demás Legados? –pregunté.

Henri levantó la mirada del periódico.

–Pronto –aseguró–. El siguiente debería empezar dentro de un mes, cualquiera que sea éste. Sólo tienes que mantenerte pegado al reloj. No todos los poderes van a ser tan evidentes como el de tus manos.

–¿Cuánto tardarán en llegar todos?

Él se encogió de hombros.

–A veces se completan todos en dos meses, a veces lleva un año. Varía de un Guarda a otro. Pero lleve el tiempo que lleve, tu Legado más importante será el último en desarrollarse.

Cerré los ojos y me eché hacia atrás en el sillón. Pensé en mi Legado mayor, el que me permitiría luchar. No estaba seguro de qué quería que fuese. ¿Rayos láser? ¿Control mental? ¿La habilidad de manipular el clima, como había visto hacer al hombre vestido de plata y azul? ¿O quería algo más oscuro, más siniestro, como la habilidad para matar sin tocar?

Le pasé la mano por el lomo a Bernie Kosar. Miré a Henri. Llevaba un gorro de dormir y unas gafas en la punta de la nariz como una rata en un cuento infantil.

–¿Por qué estábamos en el campo de aviación ese día? –le pregunté.

–Estábamos allí por un espectáculo aéreo. Después de que terminara hicimos una visita a algunas de las naves.

–¿De verdad fue esa la única razón?

Él se volvió hacia mí y asintió con la cabeza. Tragó visiblemente y eso me hizo pensar que me estaba ocultando algo.

–Bueno, ¿cómo fue decidir que nos íbamos? –inquirí–. Me refiero a que seguramente un plan como ese no necesitó más de unos cuantos minutos para tomarse, ¿no es así?

–No lo decidimos hasta tres horas después de empezar la invasión. ¿No te acuerdas de nada?

–De muy poco.

–Nos encontramos con tu abuelo en la estatua de Pittacus. Él te confió a mí y me dijo que te llevara al aeródromo, que esa era nuestra única oportunidad. Había un complejo subterráneo bajo el campo de despegue. Él dijo que siempre había habido un plan de emergencia en caso de que sucediera algo de tal naturaleza, pero nunca había sido tomado en serio porque la amenaza de un ataque parecía absurda. Al igual que sucede aquí, en la Tierra. Si fueras ahora a contarle a cualquier humano que hay una amenaza de ataque alienígena, bueno, se reirían de ti. No era diferente en Lorien. Le pregunté cómo sabía lo del plan y él no contestó, sólo sonrió y se despidió. Tenía sentido que nadie supera realmente acerca del plan, o que sólo unos pocos lo hicieran.

Yo asentí con la cabeza.

–Y simplemente así, ¿se os ocurrió el plan de venir a la Tierra?

–Por supuesto que no. Uno de los Mayores del planeta se reunió con nosotros en el campo de vuelo. Fue él quien lanzó el hechizo loriano que marcó vuestros tobillos y os vinculó a todos, y os dio a cada uno un talismán. Dijo que erais niños especiales, niños bienaventurados, lo que asumí se refería a que teníais una oportunidad para escapar. Originalmente planeamos alejarnos con la nave y esperar fuera de la invasión, esperar a que nuestra gente respondiera a la batalla y ganase. Pero eso nunca sucedió… –Fue apagándose al hablar. Luego suspiró–. Permanecimos en órbita durante una semana. Ese tiempo fue el que les llevó a los mogadorianos despojar a Lorien de todo. Después de hacerse bastante obvio que no habría vuelta atrás, pusimos rumbo a la Tierra.

–¿Por qué no lanzó él un hechizo para que ninguno de nosotros pudiera ser asesinado, sin importar lo de los números?

–Simplemente no se puede todo, John. De lo que tú estás hablando es de invencibilidad. Eso no es posible.

Yo asentí con la cabeza. El hechizo solo no podía con todo. Si uno de los mogadorianos trataba de asesinarnos fuera del orden, cualquiera que fuese el daño que intentase, éste se invertiría y se infligiría sobre él. Si uno de ellos intentase dispararme en la cabeza, la bala atravesaría la suya. Pero ya no. Ahora si me atrapaban, yo moriría.

Me quedé sentado en silencio durante un rato pensando en todo aquello. El aeródromo. El solitario Mayor de Lorien que nos lanzó el hechizo, Lóridas, ahora muerto. Los Mayores fueron los primeros habitantes de Lorien, aquellos que lo hicieron lo que era. Al principio había diez de ellos, y contenían todos los Legados en su interior. Tan viejos, de hacía tanto tiempo, que parecían más un mito que nada basado en la realidad. Aparte de Lóridas, nadie supo lo que había sido del resto de ellos, o si estaban muertos.

Intenté recordar cómo fue orbitar alrededor del planeta esperando a ver si podíamos regresar, pero no me acordaba de nada de aquello. Podía recordar pequeñas partes del viaje. El interior de la nave en la que viajábamos era circular y abierto, aparte de los dos aseos que tenían puertas. Había camastros contra un lateral; el otro lado estaba dedicado al ejercicio y a juegos para evitar que nos sintiéramos demasiado inquietos. No podía acordarme del aspecto de los demás. No podía recordar los juegos a los que jugábamos. Recordaba estar aburrido, un año entero pasado dentro de una nave con los otros diecisiete. Había un peluche con el que dormía por las noches, y aunque estaba seguro de que mi memoria me engañaba, parecía recordar que el animal jugaba conmigo.

–¿Henri?

–¿Sí?

–Sigo teniendo visiones de un hombre vestido con un traje de color plateado y azul. Lo vi en nuestra casa, y en el campo de batalla. Podía controlar el clima. Y luego lo vi morir.

Henri asintió.

–Cada vez que viajes hacia atrás en el tiempo sólo verás esas escenas que son de relevancia para ti.

–Él era mi padre, ¿no es así?

–Sí –confirmó él–. Se suponía que no tenía por qué venir mucho, pero de todos modos lo hacía. Venía mucho por casa.

Suspiré. Mi padre había luchado valientemente, matando a bestias y a muchos de los soldados. Pero al final no había sido suficiente.

–¿De verdad tenemos una oportunidad de vencer?

–¿A qué te refieres?

–Nos vencieron con tanta facilidad. ¿Qué esperanza hay de un resultado diferente si nos encuentran? Incluso cuando todos hayamos desarrollado nuestros poderes, y cuando nos reunamos y estemos preparados para luchar, ¿qué esperanza tenemos contra cosas como esas?

–¿Esperanza? –repitió–. Siempre hay esperanza, John. Todavía tienen que presentarse nuevos acontecimientos. No tenemos toda la información. No. No pierdas la esperanza aún. Es lo último que se pierde. Cuando hayas perdido la esperanza, lo habrás perdido todo. Y aun cuando creas que todo está perdido, cuando todo sea horrible y lóbrego, siempre habrá esperanza.

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Gracias por el capítulo a Aurim.

viernes, 1 de octubre de 2010

CAPÍTULO 10 DE "SOY EL NÚMERO CUATRO" (I AM NUMBER FOUR)


Traducido por Aurim.

BERNIE KOSAR ESTABA ARAÑANDO LA PUERTA DEL DORMITORIO cuando desperté. Le dejé salir fuera. Patrulló el jardín a la carrera con la nariz pegada al suelo. Una vez hubo cubierto las cuatro esquinas, salió disparado por el jardín y desapareció en el bosque. Cerré la puerta y me metí de un salto en la ducha. Diez minutos después salí y él estaba de nuevo en el interior de la casa, sentado en el sofá. Meneó la cola cuando me vio.

–¿Le dejaste entrar? –le pregunté a Henri, que estaba con su portátil abierto en la mesa de la cocina, con cuatro periódicos amontonados frente a él.

–Sí.

Después de un rápido desayuno, salimos. Bernie Kosar salió corriendo por delante de nosotros, luego se detuvo, se sentó y se quedó mirando la puerta del pasajero de la camioneta.

–Eso es raro, ¿no te parece? –dije.

Henri se encogió de hombros.

–Por lo visto está acostumbrado a que le lleven en coche. Déjale entrar.

Abrí la puerta, él saltó dentro y se sentó en mitad del asiento con su lengua colgando. Cuando salimos del camino de entrada se subió a mi regazo y tocó con la pata la ventana. La bajé y él asomó medio cuerpo fuera, con la boca aún abierta y el viento haciendo ondear sus orejas. Cinco kilómetros más tarde Henri se detuvo en la escuela. Abrí la puerta y Bernie Kosar salió de un salto por delante de mí. Lo agarré y lo metí de nuevo en la camioneta, pero él volvió a saltar fuera. Lo volví a meter dentro y tuve que contenerlo para que no saliera mientras cerraba la puerta del coche. Estaba sobre sus patas traseras con las delanteras en el borde de la ventana, aún bajada. Le di unas palmaditas en la cabeza.

–¿Tienes los guantes? –preguntó Henri.

–Sip.

–¿El teléfono móvil?

–Sip.

–¿Cómo te sientes?

–Me siento bien –contesté.

–Está bien. Llámame si tienes cualquier tipo de problema.

Él arrancó y Bernie Kosar se quedó mirando por la ventana trasera hasta que la camioneta desapareció al doblar la curva del camino.

Sentía un nerviosismo similar al del día anterior, pero por motivos diferentes. Parte de mí quería ver a Sarah inmediatamente, aunque la otra esperaba no verla para nada. No estaba seguro de qué le diría. ¿Qué pasaba si no se me ocurría nada en absoluto y me quedaba allí con cara de tonto? ¿Qué pasa si estaba con Mark cuando la viera? ¿Debería saludarla y arriesgarme a otra confrontación, o simplemente pasar de largo y fingir que no había visto a ninguno de los dos? De todas formas, al fin y al cabo los vería a segunda hora. No había manera de evadirlo.

Me dirigí a mi taquilla. Mi mochila estaba llena de libros que se suponía debía leer anoche, pero que no llegué a abrir. Demasiados pensamientos e imágenes dándome vueltas en la cabeza. No había logrado apartarlos y era difícil imaginar que pudiera alguna vez. Todo era tan diferente de lo que había esperado… La muerte no era como lo que te mostraban en las películas. Los sonidos, las imágenes, los olores… Tan diferente.

En mi taquilla inmediatamente noté que pasaba algo. El tirador de metal estaba sucio. No estaba seguro de si debía abrirla, pero luego inspiré profundamente y tiré del tirador.

La taquilla estaba llena hasta la mitad de estiércol y mientras abría la puerta una buena parte de aquello se derramó sobre el suelo, cubriendo mis zapatos. El olor era horrible. De un portazo cerré la puerta. Sam Goode estaba de pie detrás de ésta y su aparición repentina de la nada me sobresaltó. Su aspecto era desolado, llevaba una camiseta de la NASA blanca, sólo ligeramente diferente a la que vestía el día anterior.

–Hola, Sam –saludé.

Él bajó la mirada al montón de estiércol sobre el suelo, luego volvió a mirarme.

–¿A ti también? –pregunté.

Él asintió con la cabeza.

–Voy a ir al despecho del director. ¿Quieres venir?

Él sacudió la cabeza, luego se dio media vuelta y se marchó sin decir palabra. Me encaminé al despacho del Sr. Harris, llamé a su puerta y luego entré sin esperar respuesta. Él estaba sentado tras su escritorio, con una corbata estampada con la mascota del instituto, aunque pareciera increíble unas veinte cabecitas de pirata salpicadas por la parte delantera de ésta. Él me sonrió de un modo orgulloso.

–Es un gran día, John –señaló. Yo no sabía de qué estaba hablando–. Los reporteros de La Gaceta deberían de estar aquí dentro de una hora. ¡Primera plana!

Entonces recordé, la gran entrevista de Mark James en el periódico local.

–Debe de sentirse muy orgulloso –dije.

–Me siento orgulloso de todos y cada uno de los alumnos de Paradise. –La sonrisa no abandonó su cara. Se echó hacia atrás en el asiento, entrelazó los dedos y descansó las manos sobre su estómago–. ¿Qué puedo hacer por usted?

–Sólo quería hacerle saber que mi taquilla está llena de estiércol esta mañana.

–¿A qué se refiere con “llena”?

–Me refiero a que la taquilla entera está llena de estiércol.

–¿De estiércol? –preguntó con confusión.

–Sí.

Él se echó a reír. Me quedé desconcertado ante su total falta de consideración, y una oleada de cólera me invadió. Mi cara estaba caliente.

–Quería hacérselo saber para que pudiera ser limpiada. La taquilla de Sam Goode también está llena de eso.

Él suspiró y negó con la cabeza.

–Enviaré inmediatamente al Sr. Hobbs, el bedel, y abriremos una investigación detallada.

–Los dos sabemos quién lo ha hecho, Sr. Harris.

Me lanzó una sonrisa condescendiente.

–Me encargaré de la investigación, Sr. Smith.

No tenía sentido decir nada más, así que salí del despacho y me dirigí al servicio para lavarme las manos y la cara con agua fría. Tenía que calmarme. No quería verme obligado que ponerme otra vez los guantes hoy. Tal vez no debía hacer nada de nada, sólo dejarlo estar. ¿Se terminaría con eso? Por otro lado, ¿había otra opción? Estaba superado y mi único aliado era un estudiante de segundo curso de cuarenta y cinco kilos con afición por lo extraterrestre. Quizás eso no era del todo cierto… Quizás tenía otra aliada en Sarah Hart.

Miré hacia abajo. Mis manos estaban bien, sin resplandor. Salí de los servicios. El bedel ya estaba recogiendo el estiércol de mi taquilla y sacando mis libros y tirándolos a la basura. Lo pasé de largo, entré al aula y esperé a que empezara la clase. Se dieron las reglas de gramática, siendo el tema principal la diferencia entre un gerundio* y un verbo, y por qué un gerundio no era un verbo. Presté más atención que el día anterior, pero a medida que se acercaba el final de la clase empecé a ponerme nervioso por la próxima hora. Aunque no porque fuera a ver a Mark…, sino porque iba a ver a Sarah. ¿Me sonreiría otra vez hoy? Pensé que sería mejor llegar antes que ella para poder encontrar asiento y poder verla entrar. De esa manera podría ver si ella me saludaba primero.

(Gerundio: forma del verbo con valor adverbial. En el inglés, a diferencia del español, el gerundio posee valor adjetivo o sustantivo, de ello que no se considere verbo en este idioma.)

Cuando sonó la campana, salí disparado de la clase y recorrí a toda prisa el pasillo. Fui el primero en entrar a Astronomía. El aula se fue llenando y Sam se sentó a mi lado de nuevo. Justo antes de que volviera a sonar la campana de aviso Sarah y Mark entraron juntos. Ella vestía una camisa de botones blanca con pantalones negros. Me sonrió antes de sentarse. Yo le devolví la sonrisa. Mark no miró en mi dirección en ningún momento. Yo todavía podía oler el estiércol en mis zapatos, o puede que quizás el olor procediera de los de Sam.

Éste sacó un folleto de su mochila con el título "Están Entre Nosotros" en la carátula. Tenía el aspecto de haber sido impreso en el sótano de alguien. Sam lo abrió, fue al artículo de su interior y empezó a leer atentamente.

Yo miré a Sarah, que estaba a cuatro mesas por delante de mí, contemplé su cabello recogido hacia atrás en una coleta. Podía ver la nuca de su esbelto cuello. Ella se cruzó de piernas y se sentó recta en la silla. Deseé estar sentado a su lado, eso me habría permitido extender la mano y tomar la suya en la mía. Deseaba que fuera ya la octava hora. Me preguntaba si sería de nuevo su compañero en Economía Doméstica.

La Sra. Burton comenzó la clase, todavía sobre el tema de Saturno. Sam sacó una hoja de papel y empezó a garabatear como un loco, haciendo pausas a veces para consultar un artículo de la revista que había abierto a su lado. Yo miré sobre su hombro y leí el titular: "Una ciudad entera de Montana abducida por los extraterrestres."

Antes de anoche yo nunca habría considerado tal teoría. Pero Henri creía que los mogadorianos estaban tramando apoderarse de la Tierra, y debía admitirlo, aunque la teoría en la publicación de Sam era ridícula, a un nivel básico podía haber algo allí. Yo sabía a ciencia cierta que los lorianos habían visitado la Tierra muchas veces durante la vida de este planeta. Observábamos el desarrollo de la Tierra, la contemplamos durante las etapas de expansión y abundancia, cuando todo estaba en movimiento, y a través de eras de hielo y nieve, cuando nada cambiaba. Ayudamos a los humanos, les enseñamos a hacer fuego, les dimos herramientas para desarrollar el habla y el lenguaje, motivo por el cual nuestro lenguaje era similar a los idiomas de la Tierra. Y aunque nosotros nunca abdujéramos humanos, eso no significaba que nunca se hubiera hecho. Miré a Sam. Nunca había conocido a nadie con una fascinación por los alienígenas hasta el punto de leer y tomar notas sobre teorías conspiradoras.

Justo en ese momento la puerta se abrió y el Sr. Harris asomó su rostro sonriente.

–Siento interrumpir, Sra. Burton. Voy a tener que arrebatarle a Mark. Los periodistas de La Gaceta están aquí para entrevistarlo para el periódico –anunció lo suficientemente alto para que todo el mundo en la clase pudiera oírle.

Mark se puso de pie, cogió su mochila y salió de la clase pavoneándose despreocupadamente. Desde el pasillo vi al Sr. Harris dándole una palmadita en la espalda. Luego volví a mirar a Sarah, deseando poder sentarme en el asiento vacío que estaba a su lado.



La cuarta hora era la de Educación Física. Sam estaba en mi clase. Después de cambiarnos nos sentamos uno al lado del otro sobre el suelo del gimnasio. Él llevaba zapatos de deporte, pantalones cortos y camiseta dos o tres tallas más grande de lo necesario. Parecía una cigüeña, todo rodillas y codos, un tanto larguirucho incluso para ser bajito.

El profesor de gimnasia, el Sr. Wallace, estaba de pie, firme, delante de nosotros, con los pies separados con el ancho de los hombros y las manos cerradas en puños sobre las caderas.

–Está bien, chicos, escuchad. Es probable que esta sea la última oportunidad que tengáis de ejercitaros al aire libre, así que aprovechadla. A correr el kilómetro, tan rápido como podáis. Vuestros tiempos serán anotados y guardados para cuando corráis el kilómetro de nuevo en primavera. Así que ¡a correr duro!

La pista exterior estaba hecha de caucho sintético. Rodeaba el campo de rugby, y más allá de ella había algo de bosque que imaginé podía conducir hasta nuestra casa, pero no estaba seguro. El viento era fresco y la piel de gallina cubría la longitud de los brazos de Sam. Éste trató de eliminarla frotándoselos.

–¿Has corrido esto antes? –pregunté.

Sam asintió con la cabeza.

–Lo corrimos la segunda semana de clase.

–¿Cuál fue tu tiempo?

–Nueve minutos y cincuentaicuatro segundos.

Le miré.

–Pensaba que se suponía que los chicos flacos eran más rápidos.

–¡Cállate! –protestó.

Corrí al lado de Sam a la cola del pelotón. Cuatro vueltas. Esas eran las veces que debía rodear la pista para haber corrido un kilómetro. A mitad de camino empecé a separarme de Sam. Me preguntaba por lo rápido que podría correr un kilómetro si lo intentaba de verdad. Dos minutos, tal vez uno, ¿puede que menos?

El ejercicio se sentía genial, y sin prestar mucha atención, pasé al corredor que iba en cabeza. Luego disminuí velocidad y fingí agotamiento. Cuando lo hice vi algo borroso marrón y blanco salir disparado de los arbustos por la entrada a las gradas y dirigirse directo hacia mí. Mi mente me está gastando una broma, pensé. Aparté la mirada y seguí corriendo. Pasé de largo al profesor. Éste sostenía un cronómetro. Gritó palabras de ánimo, pero él estaba mirando detrás de mí, lejos de la pista. Seguí su mirada. Estaba fija en el borrón marrón y blanco que aún venía derecho a por mí, y en un instante las imágenes del día anterior regresaron precipitadamente. Las bestias de los mogadorianos. También las había pequeñas, con dientes que centelleaban a la luz como hojas de afeitar, criaturas rápidas decididas a matar. Empecé a correr a toda velocidad.

Corrí media pista en un sprint a muerte antes de volver a dar la vuelta. No había nada detrás de mí. Lo había dejado atrás. Había pasado veinte segundos. Entonces volví a dar la vuelta y la cosa estuvo justo enfrente de mí. Debía de haber cortado atravesando el campo. Me paré en seco y mi perspectiva se corrigió. ¡Era Bernie Kosar! Estaba sentado en mitad de la pista con la lengua colgando y moviendo la cola.

–¡Bernie Kosar! –grité–. ¡Me has dado un susto de muerte!

Reanudé la carrera a un paso lento y Bernie Kosar corrió a mi lado. Esperaba que nadie hubiera notado lo rápido que había corrido. Después me paré y me doblé como si tuviera calambres y no pudiera recobrar el aliento. Caminé durante un rato. Luego troté un poco. Antes de terminar la segunda vuelta ya me habían pasado dos personas.

–¡Smith! ¿Qué pasa? ¡Estabas vapuleándoles a todos! –gritó el Sr. Wallance cuando pasé junto a él.

Respiré con pesadez para aparentar.

–Yo… tengo… asma –expliqué.

Él negó con la cabeza a modo de reprobación.

–Y pensaba que tenía aquí al campeón de pista del estado de Ohio de este año, en mi clase.

Me encogí de hombros y seguí adelante, parándome cada poco y caminando. Bernie Kosar se quedó conmigo, a veces andando, a veces trotando. Cuando empecé la última vuelta Sam me alcanzó y corrimos juntos. Su cara estaba de un rojo brillante.

–Así que, ¿qué estabas leyendo hoy en Astronomía? –le pregunté–. ¿Una ciudad entera de Montana abducida por los alienígenas?

Él me sonrió.

–Sí, esa es la teoría –confirmó un tanto tímido, como avergonzado.

–¿Por qué una ciudad entera sería abducida?

Sam se encogió de hombros, no contestó.

–No, en serio –lo animé.

–¿De verdad quieres saberlo?

–Por supuesto.

–Bueno, la teoría es que el gobierno ha estado permitiendo las abducciones alienígenas a cambio de tecnología.

–¿De verdad? ¿Qué tipo de tecnología? –inquirí.

–Como chips para superordenadores y fórmulas para más bombas y tecnología verde*. Cosas de esas.
(Tecnología verde (en inglés, Green Technology, abreviado como Greentech): aplicación de la ciencia medioambiental a conservar el medio ambiente natural y los recursos, y refrenar los impactos negativos de la actividad humana.)

–¿Tecnología verde para la vida de las especies? Raro. ¿Por qué quieren los extraterrestres abducir humanos?

–Así pueden estudiarnos.

–¿Pero por qué? Es decir, ¿qué razón podrían tener?

–Así cuando llegue el Armagedón sabrán nuestras debilidades y serán capaces de vencernos fácilmente por haberlos descubierto.

Me sorprendió su respuesta, pero únicamente por las escenas que aún se representaban en mi cabeza desde la noche anterior, recordando las armas que vi que usaban los mogadorianos y las bestias enormes.

–¿Ya sería fácil para ellos si tuvieran bombas y tecnología muy superior a la nuestra?

–Bueno, parece que algunos piensan que están esperando a que nos matemos primero entre nosotros.

Miré a Sam. Él estaba sonriéndome, tratando de decidir si yo me estaba tomando la conversación en serio.

–¿Por qué querrían que nos matáramos entre nosotros primero? ¿Cuál es el aliciente?

–Porque ellos están celosos.

–¿Celosos de nosotros? ¿Por qué, por nuestro buen aspecto y fuerza?

Sam se echó a reír.

–Algo así.

Asentí con la cabeza. Corrimos en silencio durante un minuto y pude ver que Sam estaba pasando un mal rato, respirando con dificultad.

–¿Cómo has llegado a interesarte por todo esto?

Él se encogió de hombros.

–Sólo es una afición –declaró, aunque tuve la clara sensación de que estaba guardándose algo.

Terminamos el kilómetro en ocho minutos, cincuenta y nueve segundos, mejor que la última vez que Sam lo corrió. Bernie Kosar siguió a la clase de vuelta al colegio. Los demás lo acariciaron, y cuando entramos él trató de venir con nosotros. No entendía cómo había sabido dónde estaba yo. ¿Podía haber memorizado el camino a la escuela esta mañana durante el viaje? La idea parecía ridícula.

Se quedó en la puerta. Yo fui al vestuario con Sam, y al segundo de recuperar el aliento recitó todo un montón de otras teorías conspiradonoicas, una detrás de otra, la mayoría de ellas irrisorias. Me caía bien él, y lo encontraba divertido, aunque a veces deseara que parase de hablar.



Cuando comenzó Economía Doméstica Sarah no estaba en clase. La Sra. Benshoff explicó durante los diez primeros minutos y luego nos dirigimos a la cocina. Llegué a mi solitario puesto, resignado al hecho de que cocinaría solo hoy, y tan pronto como lo pensé, entró Sarah.

–¿Me he perdido algo bueno? –preguntó ella.

–Unos diez minutos de precioso tiempo conmigo –le contesté con una sonrisa.

Ella se rió.

–He oído lo de tu taquilla esta mañana. Lo siento.

–¿Pusiste tú el estiércol allí? –pregunté.

Ella se echó a reír otra vez.

–No, claro que no. Pero sé que la han tomado contigo por mí.

–Tienen suerte de que no utilice mis superpoderes y los mande al país de al lado.

Ella en broma me agarró el bíceps.

–Cierto, estos músculos enormes… Tus superpoderes. Chico, ellos tienen suerte.

Nuestro trabajo para hoy era hacer un bizcocho de arándanos. Cuando empezamos a mezclar la masa, Sarah comenzó a hablarme de su historia con Mark. Habían salido durante dos años, pero cuanto más tiempo llevaban juntos más se distanciaba ella de sus padres y sus amigos. Era la novia de Mark, nada más. Ella sabía que había empezado a cambiar, a adoptar algunas de las actitudes de él hacia la gente: ser mezquina y crítica, pensar que ella era mejor que los demás. También empezó a beber y sus notas bajaron. Al finalizar el último curso, sus padres la habían enviado a vivir con su tía en Colorado durante el verano. Cuando llegó allí, empezó a dar largas caminatas por las montañas, a hacer fotografías del paisaje con la cámara de su tía. Se enamoró de la fotografía y tuvo el mejor verano de su vida, dándose cuenta de que había mucho más que ser animadora y salir con el quarterback del equipo de rugby. Cuando regresó a casa rompió con Mark y abandonó las animadoras, y se hizo la promesa de que iba a ser buena, y amable, con todas las personas. Mark no lo había asimilado. Ella dijo que él la consideraba aún su novia y que creía que iba a volver con él. Dijo que lo único que echaba de menos de él eran sus perros, con los que pasaba el rato siempre que estaba en su casa. Luego yo le hablé de Bernie Kosar y de cómo había aparecido de improviso en el umbral de nuestra puerta después de aquella primera mañana en el instituto.

Trabajábamos mientras hablábamos. En un determinado momento metí la mano en el horno sin los guantes y saqué la tartera del bizcocho. Ella me vio hacerlo y me preguntó si estaba bien, yo fingí haberme hecho daño, sacudiendo la mano como si me hubiera quemado, aunque en realidad no sentía nada. Fuimos hasta el fregadero y Sarah lo abrió hasta que el agua estuvo tibia para ayudar con la inexistente quemadura. Cuando ella vio mi mano, yo sólo me encogí de hombros. Mientras refrigerábamos el bizcocho, me preguntó por mi móvil, y me dijo que había visto que sólo tenía un número en él. Le dije que era el número de Henri, que perdí mi antiguo teléfono con todos los contactos. Me preguntó si yo había dejado a una novia atrás cuando nos trasladamos. Le dije que no, y ella sonrió, lo que estuvo a punto de desmoronarme. Antes de que terminara la clase, me habló de las próximas celebraciones de Halloween en la ciudad, y dijo que esperaba verme allí, que tal vez podríamos pasar un rato. Le dije que sí, que sería genial, y fingí estar tranquilo, aunque por dentro estaba volando.

Gracias por el capítulo a Aurim.

LA 1ª TRADUCCIÓN DEL BLOG: "I AM NUMBER FOUR"

Tenemos una buena noticia que daros: vamos a estrenarnos con nuestra primera traducción en el blog. Gracias a Aurim vamos a empezar a subir la traducción de Soy El Número Cuatro (I am number four).
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Hasta ahora hemos subido los 9 primeros capítulos, si aún no los habéis leído podéis descargarlo pinchando en:
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